La Razón (Andalucía)

¿Seremos capaces?

- Emilio de Diego Emilio de Diego. Real Academia de Doctores de España.

HayHay circunstan­cias en la historia de una nación, en las cuales, el alcance de ciertas respuestas políticas, a una consulta electoral, trasciende su significad­o específico. En España tendríamos varios ejemplos, uno de ellos el ocurrido en abril de 1931, cuando la interpreta­ción cualitativ­a, subjetiva y partidista, de los resultados de las elecciones municipale­s, relegó la esencia de la democracia, lo cuantitati­vo, a un segundo plano, propiciand­o un cambio de régimen. Los monárquico­s ganaron aquellos comicios en cuanto a número total de sufragios obtenidos, de municipios y de concejales. La argumentac­ión de los republican­os fue entonces que debían considerar­se unos votos de mayor «calidad» que otros; es decir, los emitidos en los principale­s núcleos urbanos frente a los depositado­s en los municipios rurales. Se suponía, lo cual era mucho suponer, que los electores de las ciudades acudían a las urnas con mejor informació­n y mayor libertad. Tal vez, por eso, siguiendo a Schiller, segurament­e sin saberlo, prefiriero­n pesar los votos a contarlos.

Así entre la superior «bondad democrátic­a» del concejal «fulano» o «perengano» se pasó de don Alfonso XIII a don Niceto por vía plebiscita­ria. Y de este modo llegó la república, aprovechan­do la hipotética respuesta a una cuestión que, legalmente, no se había planteacon­forme do. Algo incomprens­ible si no se atiende a la especial forma de «inferiorid­ad moral», que afectó a los partidos monárquico­s, a las institucio­nes y al propio rey. Vivimos ahora en puertas de otros comicios, a los que se está otorgando un sentido que va más allá de su enunciado; el de una especie de primera vuelta de elecciones presidenci­ales. El jefe del gobierno aparece incluso donde no se le llama, contribuye­ndo a reforzar esa imagen.

Este domingo concluye la bacanal del ridículo, denominada campaña electoral, a falta de mejor criterio. Una España de aquelarre, sometida a invocacion­es y promesas estúpidas, se ha visto aturdida, durante dos semanas, con una sarta de aparatosos inventos, innecesari­os, dirigidos, en gran medida, a convencer a los convencido­s, a los afines (más bien a los que están «a fines» a su carga intelectua­l), solo operativos para votar. La muestra decisiva de sumisión a la propaganda. La política es hoy la más contundent­e manifestac­ión de la decrecient­e capacidad del individuo frente a la tecnología de la manipulaci­ón. Casi nada nuevo en este sentido, pero cada vez más preocupan te. Podríamos evitar el despilfarr­o, que acarrea tal epopeya de descerebra­ción, enviando a los ciudadanos un video de cualquier episodio anterior, de la misma naturaleza, con fecha actual.

Sin embargo, como decíamos, se palpa en el ambiente que estamos ante una consulta cuyos resultados podrían provocar movimiento­s de mayor calado que el previsto. Hay una señal inequívoca, muchas ratas están haciendo cursillos acelerados de natación. Y, por primera vez, en demasiado tiempo, el exhibicion­ista de La Moncloa parece señalado por los puñales del miedo de sus secuaces. Sus apóstoles, aliados y principale­s usufructua­rios desconfían. Sienten que sus tiempos de beneficios fáciles y certezas convenient­e s pueden estar anunciando­su fin. La pres entiza ción, estadio ay uno de un pasado, cuyos valores se han sustituido por el afán de bienes de consumo inducido, a la moral de nuestro tiempo, la de la producción, como advertía Musset, degenera hacia la nada, que amenaza con imposibili­tar un mañana consecuent­e. Ahí se diluye el juego político de nuestros días.

Sorprenden­te mente un acontecimi­ento nauseabund­o ha desbordado la capacidad de control que este gobierno amoral creía poseer sobre una sociedad adormecida, por un discurso, basado en la mentira, en el convencimi­ento de que el «éxito», cualquiera que sea la forma en que se presente, hace que todo se olvide. De manera inesperada o no, los tiempos que permiten manejar los falsos relatos y la gestión de la necedad se han roto. El crimen ha tomado sitio en la oferta electoral y, pese a todos los subterfugi­os aberrantes dirigidos a justificar­lo, ha provocado una reacción que se considerab­a amortizada por el aborrega miento general.

¿Calcularon mal el nivel de deshumaniz­ación que podemos soportar? ¿A qué cotas de miseria espiritual y de cobardía seríamos capaces de llegar? Tal vez empiece a manifestar­se ese límite estos días. Se ha puesto en evidencia que jamás es excusable ser malvado, pero que el más irreparabl­e de los vicios, como escribía Baudelaire, es hacer el mal neciamente. Las cuestiones planteadas deberían ir mucho más allá de la conquista de ayuntamien­tos y administra­ciones autonómica­s. El estruendo del vacío, orquestado por los intereses partitocrá­ticos, puede haberse transforma­do en un plebiscito sobre nosotros mismos. Terrible ha sido el anuncio de ese juego macabro, pero segurament­e lo es más aún la burla que supone la «tolerancia» de esos «hombres de paz» dispuestos a «sacrificar­se» y no aceptar sus actas de concejales en el caso de que haya miserables suficiente­s para otorgarles los votos necesarios. ¿Seremos capaces de rebelarnos?

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BARRIO

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