CENOTAFIO PARA DOS
DesdeDesde que se estrenó hace unas semanas la serie «Patria», basada en la novela homónima de Fernando Aramburu, hemos asistido a una inusual avalancha de producciones, ficción y documentales, sobre el terrorismo etarra, que parecían estar esperando a que alguien abriese la puerta del silencio inmundo de los muertos. Como ha dicho Savater, conviene que los más jóvenes, o los más olvidadizos, las vean acompañados de alguien que les de una respuesta cuando pregunten, incrédulos o remisos: ¿pero realmente sucedió? Lo de pegar un tiro en la nuca, echar serrín en la sangre y seguir jugando a las cartas; lo del cura, hijo de Dios, que se negaba a oficiar un funeral por un guardia civil y devolvían el cuerpo a un pueblo de Extremadura, mientras a dos cuadras los lugareños, hijos de Dios, chiquiteaban y se reían del muerto, o ni siquiera miraban la televisión. La memoria convertida en valor político es muy complicada si el verdugo y su víctima deben compartir el mismo cenotafio –literalmente: tumbas sin muertos–, innecesario, además, cuando los asesinos reciben puntualmente sus «ongi etorri», rito tribal de cazadores. Por lo que no es de extrañar que el Día de la Memoria se celebre con el obligado silencio para que las palabras no ofendan, como una exaltación del olvido. El aristócrata, señor de Vergara y dirigente de Herri Batasuna cuando ETA mataba sin cuartel, Telesforo Monzón, decía que ellos querían la paz, «pero no con tacitas de manzanilla ni cataplasmas». Querían la paz con todas las consecuencias del poder absoluto del nacionalismo vasco, que lo suyo les ha costado (a las víctimas).