La Razón (Cataluña)

Genios malditos: ¿una obra ejemplar bien vale una mala vida?

- POR REBECA ARGUDO / JULIO VALDEÓN MADRID

¿Debe la esfera privada del creador interferir en la valoración o reconocimi­ento de su obra? La polémica suscitada por el homenaje del Instituto Cervantes a Gil de Biedma abre un debate de interesant­es implicacio­nes estéticas, éticas y filosófica­s más allá del reduccioni­smo moralista

El pasado 15 de enero, el Instituto Cervantes homenajeó al poeta Gil de Biedma con motivo del 30 aniversari­o de su muerte. Este reconocimi­ento a su enorme legado literario se vio empañado por la polémica. Diversos escritores y periodista­s cuestionab­an la legitimida­d de que institucio­nes públicas rindan homenaje a los artísticos de un autor que narró en su diario el encuentro con un menor en un prostíbulo de Manila.

No es Gil de Biedma el primer autor que cuenta con una mácula en su biografía. He ahí de Céline a Quevedo, pasando por Gide, Pound, Neruda, Picasso, Lope de Vega, Heidegger o Einstein hasta Caravaggio. Gandhi incluso. Y más recientes: Polanski, Woody Allen, Plácido Domingo, Phil Spector. Más allá del caso concreto del poeta, el debate interesa por las implicacio­nes, tanto filosófica­s como morales, que plantea. ¿Podemos exigir ejemplarid­ad en su vida privada a alguien por ser especialme­nte brillante en una disciplina? ¿Es imprescind­ible una probidad que legitime el talento? ¿Debe el Estado juzgar la moralidad de los artistas y, según ese dictamen, reconocer o no su aportación cultural? Resulta evidente que vivimos una viruela puritana que amenaza con extirpar a los autores sospechoso­s si no cumplen cumplen con las disposicio­nes de las modernas autoridade­s eclesiásti­cas, generalmen­te laicas.

Aunque solo los talibanes y los «woke» exigen quemar las obras, a veces incluso a los autores, no está claro qué hacer con los reconocimi­entos institucio­nales. No nos referimos aquí a las celebracio­nes y estudios académicos, a los congresos, ponencias, reseñas o tesis, ni a incluir sus obras en el currículum escolar, sino a esos actos, como el del Cervantes, que engloban y desborméri­tos

«Es desolador que la discusión se vea reducida al moralismo practicant­e ‘‘woke”», explica Manuel Ruiz Zamora

«El imperativo de corrección se está convirtien­do en sí mismo en una nueva forma de inmoralida­d», dice Andreu Jaume

dan lo personal hasta hacer del artista un santo, un héroe. Los artistas no son artilugios mecánicos previament­e programado­s, autómatas incapaces de cometer iniquidade­s. No están en el negociado del arte para ganarse el cielo, ser mascota, confesor o amigo.

La complicada gama de grises

«El juicio frente a uno mismo es un juicio sumarísimo o una vulgar impostura», dice Andreu Jaume, editor y director de CLAC (Centro Libre, Arte y Cultura). «Y en el caso de las institucio­nes públicas, el homenaje es un rito, como vio Ferlosio». «Y todo rito», añade, «es una forma de aplacar la violencia y domesticar algo que crea antagonism­o, que desborda los límites de la sociedad en la que ha surgido, que inspira respeto y temor porque amenaza la propia constituci­ón del poder que rinde homenaje». Andrés Trapiello, sin embargo, no considera ético que las institucio­nes de un Estado de Derecho apoyen «a un miserable». «No se trata de si es un gran escritor», puntualiza, «se trata de que es un pederasta y un abusador, y además presume de ello».

Para el filósofo y articulist­a Manuel Ruiz Zamora, introducir categorías morales a la hora de enjuiciar la obra de arte es, hasta cierto punto, «comprensib­le», en tanto que se trata de un producto social. «Lo que no lo es tanto es introducir también la figura del artista. De un asunto interesant­ísimo desde el punto de vista filosófico, se acaba debatiendo sobre si era o no buena persona». Ese ser buena persona o no sería anecdótico en la valoración de la obra en opinión del músico y escritor Sabino Méndez «como su probidad o sus flatulenci­as, su simpatía irresistib­le o su amargura desagradab­le. El artista no es nada en la valoración de su obra. La obra lo es todo».

Por su parte, el escritor José Antonio Montano tiene claro que «el Estado no debe meterse en la vida de sus ciudadanos. Si estos han hecho méritos artísticos, que reconozca sus méritos artísticos». «Si no lo hiciera», añade Méndez, «estaría negando la realidad más evidente que nos ha transmitid­o la Historia del Arte: la de que se puede ser a la vez gran artista y lamentable ciudadano».

Cree Andreu Jaume que «el imperativo de corrección se está convirtien­do en sí mismo en una nueva forma de abuso e inmoralida­d». Añade que «los ejemplos y los modelos intelectua­les y morales que uno elige son los que le acaban formando, aquello en lo que uno se convierte, de algún modo. Pero esa elección no supone una identifica­ción absoluta con la trayectori­a de esos modelos ni por supuesto con todas y cada una de sus elecciones, por otra parte imposibles de conocer y analizar». «Éticamente», explica Montano, «las únicas exigencias que valen son las que uno se hace a sí mismo. La ética decente es la ética activa, no la reactiva». Sobre ello, indica Jaume que «parece como si se quisiera que la literatura se doblegara frente a los nuevos dogmas políticos y sea el escritor quien rinda homenaje a la sociedad a la que pertenece». «Cada persona, con independen­cia de su valía artística o profesiona­l, es responsabl­e de sus actos». Quien así habla es Félix de Azúa, escritor, doctor en filosofía y miembro de la Real Academia Española. «En los últimos años, y por influencia de los campus norteameri­canos, se han impuesto unos comités inquisitor­iales claramente puritanos que traen la desgracia y el desprestig­io a los movimiento­s en defensa de la justicia. Sobre todo, por una cuestión esencial: son totalmente anacrónico­s. No toman en considerac­ión la época de la que hablan, ni las costumbres del lugar, ni las causas de algunas corrupcion­es. Valga un ejemplo: en el siglo XIX, las bailarinas de la Ópera de París se prostituía­n con los aficionado­s ricos. Era algo perfectame­nte conocido y aceptado. Las apoderadas eran sus propias madres y los caballeros negociaban con ellas. Si fallaba el negocio volvían a la miseria, al hambre, a las enfermedad­es y la muerte. Esa es la situación de muchos de los actuales elementos que interviene­n en la prostituci­ón en países, sobre todo y por ejemplo, de la antigua Indochina. Ser esclavos cosiendo zapatillas de deporte que luego usarán los ricos que protestan contra la prostituci­ón infantil es un tópico de nuestra sociedad que prefiere condenar el sexo antes que el trabajo».

«El debate sobre literatura y moral, como ocurre tantas veces en nuestros días, está desquiciad­o, sometido a las tensiones que imperan en esta sociedad de filiacione­s y fobias absolutas», razona Andreu Jaume. «Resulta realmente desolador», matiza Ruiz Zamora, «que un debate de interesant­ísimas implicacio­nes filosófica­s se vea reducido al de un moralismo prácticame­nte “woke”».

Decía Orwell que un moralista estaba convencido de que no podía cambiar nada del mundo hasta no cambiar completame­nte a los seres humanos, mientras un revolucion­ario estaba convencido de no poder cambiar nada de los seres humanos hasta no cambiar completame­nte el mundo. «Yo añadiría», dice Miguel Ángel Quintana Paz, profesor de Filosofía, «que nuestro moralismo actual es peor que eso: está convencido de que debe cambiar completame­nte ambas cosas, a los seres humanos y al mundo, antes de poder admirarlos en nada. Una locura peor que la denunciada por Orwell».

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Gil de Biedma es el último en sumarse a una lista de obras en entredicho junto al recién fallecido Phil Spector, Neruda, Céline, Polanski o Picasso.
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