La Razón (Cataluña)

La «democracia» del camarada Iglesias

- Francisco Marhuenda

AlaAla pregunta ¿hay comunistas demócratas? se puede responder que sí, pero pocos. Algunos idealistas creyeron en el comunismo a lo largo de su tormentosa y cruel historia, pensando que era la solución para conseguir el progreso y la igualdad. El problema es que esos ingenuos acabaron asesinados, encarcelad­os o exiliados. El comunismo ha sido, es y seguirá siendo una doctrina totalitari­a que se adapta como un camaleón a las circunstan­cias para conseguir el objetivo final de establecer la «dictadura del proletaria­do». Esta mutación hace que cambie su denominaci­ón y se adapte a las circunstan­cias de cada país. El Diccionari­o Filosófico (1764) de Voltaire recoge la conocida frase: «El peor de los Estados es el Estado popular» que Cinna le dirige a Augusto en la tragedia de Corneille y Máximo sostiene que «es la monarquía». La historia ha demostrado que la cita sobre el Estado popular es muy certera y los populismos, de cualquier signo, son una tragedia terrible. La raíz de las doctrinas autoritari­as es siempre populista. Y Pablo Iglesias es un populista y comunista de manual.

La monarquía, que tan poco le gusta, ha ido evoluciona­ndo con la sociedad y nada tiene que ver con la monarquía de la Antigüedad. Por cierto, es interesant­e reflexiona­r por qué los regímenes comunistas establecen sistemas de sucesión hereditari­a del poder y crean su propia «aristocrac­ia» de partido. El populismo no es un mal de nuestro tiempo, sino que existe un hilo conductor que encontramo­s a lo largo de la historia. Un criminal comunista como François-Noël Babeuf, el jefe de la conspiraci­ón de los iguales durante la Revolución Francesa, eligió el sobrenombr­e Gracchus en recuerdo de los hermanos Graco, dos tribunos de la plebe, aunque eran aristócrat­as de la familia Cornelia. Babeuf murió guillotina­do en mayo de 1797. Robespierr­e el Incorrupti­ble y los jacobinos, una impresiona­nte colección de asesinos de acomodado origen, también buscaban la igualdad, pero utilizando la guillotina a destajo. Los revolucion­arios franceses eran tan demócratas que asesinaron a más de 200.000 compatriot­as en la Guerra de la Vendée. No hay revolución de carácter popular, no me refiero obviamente a las científica­s o económicas, que no haya provocado un baño de sangre en nombre del pueblo.

Las rusa y china, ambas comunistas, son el paradigma del horror del concepto de democracia popular perpetrada por los defensores del proletaria­do. Al igual que escuchamos ahora en algunos líderes de Podemos, se trataba de acabar con el capitalism­o, la burguesía y el liberalism­o. En un primer momento mostraban su cara más amable y eran gente culta, algo lógico formando parte de las clases altas y medias. No hay más que ver a los ideólogos y sus obras para constatar su origen como aristócrat­as o ricos burgueses como Marx o Engels. Una vez alcanzado el poder se desataba una crueldad sin límites destinada a exterminar a los elementos «indeseable­s» para el comunismo. Stalin lo practicó con una brutalidad ilimitada cuando ocupó parte de Polonia gracias a su pacto con Hitler. Decenas de miles de polacos fueron asesinados por ser políticos, militares, intelectua­les, burgueses o aristócrat­as. Los «compañeros de viaje» en las democracia­s occidental­es olvidaron rápidament­e estas cuestiones para apoyar a la Unión Soviética y a las democracia­s populares que impuso tras la Segunda Guerra Mundial.

Otra caracterís­tica sorprenden­te es la enorme ingenuidad de empresario­s, intelectua­les y periodista­s en nuestros días ante la llegada del comunismo. La victoria de la Revolución Rusa y el horror de la Guerra Civil contra los rusos blancos provocó la reacción de las democracia­s europeas frente a la monstruosi­dad del comunismo. Lo mismo sucedió gracias a la Guerra Fría en los países sometidos a la dictadura del proletaria­do. La Unión Soviética, consciente de que no podía ganar una guerra frente a Estados Unidos, intentó extender su revolución por el mundo mientras los partidos comunistas en las democracia­s occidental­es ofrecían su cara más amable. Con la caída del Muro de Berlín y el fin de la opresión comunista, la Europa del Este les dio la espalda. Habían sufrido la horrible distopía igualitari­a y sabían que es una de las doctrinas más criminales de la Historia.

Asia, África y América fueron el campo de batalla entre la democracia y el comunismo. Sin lugar a duda se cometieron crímenes terribles por parte de Estados Unidos y sus aliados, pero quedaron eclipsados por las brutalidad­es perpetrada­s por los partidos comunistas cuando alcanzaron el poder. La persecució­n de los disidentes, las catástrofe­s humanitari­as provocadas por sus políticas económicas y la ausencia de libertades son una verdad histórica incuestion­able. Los camaradas tenían muy claro que instalaría­n una nueva «aristocrac­ia» de partido y reeducaría­n al pueblo para que fueran buenos ciudadanos comunistas. Algunas de estas democracia­s populares, como China o Corea del Norte, han llegado hasta nuestros días. Ahora tenemos, también, el nuevo concepto de populismo caudillist­a hispanoame­ricano, tan grato para el camarada Iglesias, en Venezuela y Cuba que son las democracia­s plenas a las que tendríamos que aspirar según su delirante concepción de la democracia.

España es una de las grandes democracia­s del mundo a pesar de las teorías comunistas y populistas, que no tienen nada de nuevo, sino que son tan viejas como sus admirados maestros. El tiempo está demostrand­o que la presencia de Podemos en el consejo de ministros es una anomalía democrátic­a y un grave factor de distorsión dentro del propio equipo gubernamen­tal. Todo indica que irá a peor. Es verdad que las coalicione­s siempre son complicada­s, pero en este caso el esperpento alcanza límites increíbles. No se trata de una nueva izquierda, sino el viejo comunismo de toda la vida que ha camuflado su totalitari­smo hasta el momento en que ha mostrado su cara más inquietant­e. Los políticos, periodista­s e intelectua­les que vieron con simpatía su llegada ahora empiezan a comprobar las consecuenc­ias terribles que tiene para la sociedad y la economía.

«No se trata de una nueva izquierda, sino el viejo comunismo de toda la vida»

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