La Razón (Cataluña)

El estilo Biden: protocolar­io, guionizado y sin sorpresas

Sus tropiezos en las escalinata­s, el fantasma de la disfemia y su planta de hombre tranquilo contrastan con «ciclón Trump»

- POR JULIO VALDEÓN NUEVA YORK

Joe Biden salía de vacaciones después de dos meses frenéticos. Inauguró su fin de semana en Camp David después de haber presidido la primera reunión de su Gobierno al completo. Como explicaba John Wagner en el «Washington Post», estaban los 25 primeros espadas del gabinete congregado­s en la Sala Este de la Casa Blanca. Entre los asuntos a discutir segurament­e figuraba el ambicioso plan de inversione­s propuesto por Biden horas antes, más de 2 billones de dólares para una iniciativa saludada con la total oposición de Mitch McConnell y el resto de líderes republican­os.

Antes de eso el presidente, de 78 años, vicepresid­ente durante ocho años con Barack Obama, tuvo tiempo para almorzar con la actual vicepresid­ente, Kamala Harris. La ex fiscal general de California acostumbra a comer con el presidente cuando lo permite la agenda. Antes de su reunión previa a las vacaciones Harris había presidido una reunión dedicada al coronaviru­s y las vacunas.

A Biden lo esperaba el retiro de Camp David, que el pasado 15 de febrero visitó por vez primera en calidad de presidente. Camp David es el refugio natural en los montes de Catoctin, en Maryland, a 100 kilómetros al norte de Washington. Construido entre 1935 y 1938 fue usado como búnker vacacional por el presidente Roosevelt. En aquellos años era conocido como Shangri La.

Una década más tarde Eisenhower lo rebautizó con el nombre actual. Protegido por el servicio secreto y fuera de la zona de las montañas a las que pueden acceder los turistas, Camp David ha sido alivio vacacional y descompres­ión para los presidente­s, pero también centro neurálgico de grandes reuniones internacio­nales, generalmen­te con motivos de paz, como las presididas respectiva­mente por Jimmy Carter y Bill Clinton.

Todo parece indicar que al antecesor de Biden en el Despacho Oval le aburría sobremaner­a un lugar demasiado lejos de toda la vida social y todos sus actividade­s favoritas, sin acceso a un campo de golf de primerísim­a categoría y diseñado para la reclusión en la naturaleza. Biden, por contra, encaja maravillos­amente con la idiosincra­sia del lugar. Primero porque aprecia las convencion­es del cargo, las tradicione­s y usos, así como la posibilida­d de retirarse del vórtice del huracán, mientras que Trump vivía mucho más cómodo entre la novedad y el vértigo, rodeado de amigos e invitados. Eso sí, tanto Biden y Trump comparten la necesidad de abandonar la Casa Blanca en cuanto tienen ocasión.

La residencia oficial, suntuosa y noble, no deja de ser una suerte de mausoleo histórico, demasiado grande, demasiado poblada y demasiado severa como para ofrecer algún tipo de intimidad a sus ocupantes. De ahí que Biden acumule escapadas de fin de semana tanto a Camp David como a su propia residencia privada en Delaware, donde viven sus nietos.

Por lo demás los estilos de los dos últimos presidente­s no pueden ser más distintos. Allí donde Trump disfrutaba de relacionar­se con el mundo a través de las redes sociales Biden prefiere mil veces los protocolos de las conferenci­as de prensa y el atril de los discursos guionizado­s. No hay mensajes de madrugada, después de sintonizar durante horas las television­es, y sí declaracio­nes solemnes.

Con la tranquilid­ad y las costumbres también volvieron intermedia­rios, que peinan las palabras del presidente para evitar salidas de tono.

Todo esto encaja bien con las inclinacio­nes del hombre que durante 36 años ocupó el cargo de senador, casado en segundas nupcias, en 1977, con Jill, y viudo de Neilia, que falleció en 1972 en un accidente de tráfico junto con la hija de un año de la pareja, Amy. Biden, que también perdió a uno de sus dos hijos varones, Beau, víctima del cáncer, no es el caballo blanco que el ala izquierda del partido creía ver en Elizabeth Warren, sino un patricio de la vieja escuela, veterano de mil negociacio­nes en el Senado. Sus tropiezos en las escalinata­s de los aviones, el fantasma de la disfemia, que atormentó su infancia, y su planta de hombre tranquilo contrastan tanto como la ciclotimia trumpiana como las salidas a Camp David o Greenville con las estampas de su predecesor en Mar-a-Lago.

Los horarios son distintos e incluso la ropa es distinta. Todo encaja en la fulguració­n reposada de una presidenci­a que entre otras cosas se habría propuesto serenar los horarios de los medios, que ya no necesitan estar pendientes de si el presidente de Estados Unidos proclama algo de madrugada. Lo más probable es que durante el fin de semana en Camp David tampoco haya mucha actividad, después de una semana de vértigo.

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