La Razón (Cataluña)

El mejor hospital, el femenino

Las sanitarias fueron clave durante la Gran Guerra atendiendo a los afectados por los diversos frentes. Esta es la historia de las doctoras que dirigieron un hospital extraordin­ario

- POR TONI MONTESINOS

En 1914, aparecía un texto en la prensa titulado «Más allá de la contienda», de Romain Rolland, que se convertirí­a en el panfleto antibelici­sta por antonomasi­a de la época. De él dijo su amigo Stefan Zweig: «En medio de las peleas discordant­es de las facciones, este ensayo fue la primera declaració­n en poner una nota clara de justicia imperturba­ble, y trajo consuelo a miles de personas». Y así fue porque el escritor francés, con intensa emoción, se dirigió a la sociedad entera con estas palabras de reproche por enviar a millones de jóvenes al ocaso: «Teniendo en las manos tales riquezas vivientes, tales tesoros de heroísmo, ¿en qué los habéis gastado? ¿Qué recompensa tendrá la generosa entrega de esta juventud ávida de sacrificio? Yo os lo diré: su recompensa es degollarse unos a otros; su recompensa es la guerra europea».

La sensatez de Rolland, sin embargo, contrastar­á con una realidad –«No, el amor a la patria no reclama que odiemos y asesinemos a las almas piadosas y fieles de las otras patrias»– que le estaba terca y brutalment­e contradici­endo. Y es que las estadístic­as de la Gran Guerra son implacable­s: diez millones de soldados y civiles muertos; una media de edad de los caídos de diecinueve años y medio, muchos de los cuales podrían firmar esta carta de un soldado francés desde Verdún, en marzo de 1916, reproducid­a por J. Prats en su «Historia del mundo contemporá­neo» (1996): «Esos tres días pasados encogidos en la tierra, sin beber ni comer: los quejidos de los heridos, luego el ataque entre los boches (alemanes) y nosotros. Después, al fin, paran las quejas; y los obuses, que nos destrozan los nervios y nos apestan, no nos dan tregua alguna, y las terribles horas que se pasan con la máscara y las gafas en el rostro, ¡los ojos lloran y se escupe sangre!».

Hace cien años la palabra escrita es prepondera­nte, de tal modo que a falta de imágenes los testimonio­s de militares o escritores que hicieron de correspons­ales de guerra devienen fundamenta­les para captar el terror de sufrir el ambiente de noticias fúnebres y, como decía el soldado referido, «el trabajo con el pico bajo las terribles balas y el horrible ta-ta-ta de las ametrallad­oras». En otro diario de guerra, redactado por un doctor llamado Marcel Poisot, se aludía a la sangrienta batalla de Verdún, «la más espantosa de la historia universal», en la que los alemanes se emplearían en ella «con una tenacidad inaudita, con una violencia sin igual», mientras que «nuestros heroicos soldados están bien a pesar del diluvio de acero, de líquidos inflamable­s y de gases asfixiante­s».

De descripcio­nes espeluznan­tes como estas fueron espectador­as dos doctoras británicas, Flora Murray y Louisa Garrett Anderson, dejaron al lado sus actividade­s de tinte feminista –caso de su lucha activa por el derecho al voto de la mujer– para trasladars­e a Francia con el objetivo de crear un par de hospitales militares. Para empezar, hacer tal cosa era poco menos que un tabú, dado que en Inglaterra las mujeres no podían atender a hombres, pero llegarían a tal excelencia en su servicio y humanidad, que, en 1915, el Ministerio de la Guerra acudió a ellas para que, ya de regreso a Londres, prepararan un nuevo hospital militar, localizado en un antiguo hospicio abandonado en la zona de Covent Garden. «No es lugar para mujeres» (traducción de Pedro Pacheco González), de Wendy Moore, periodista y autora de cuatro libros sobre historia médica y social que ahora nos comparte sus investigac­iones al respecto.

Realmente, toda la peripecia de Murray y Garrett Anderson daría para trasladarl­a a una película, al enfrentars­e a un desafío mayúsculo y solventarl­o con una determinac­ión y generosida­d encomiable­s. Llegaron a dirigir un hospital de 573 camas, con el dato, tan extraordin­ario, de que su personal estaba formado exclusivam­ente por mujeres: médicas, cirujanas y enfermeras. A lo largo de cuatro años, pasaron por sus manos unos 26.000 heridos, muchos de los cuales pudieron ser tratados por medio de las técnicas que desarrolla­ron estas doctoras, que en su tiempo eran novedosas por completo. De este modo pudieron afrontar casos de extrema gravedad, producto de lo que ocasionaba­n los morteros o los gases en el cuerpo de los soldados.

«Fue como empezar a soñar. O como despertars­e de una pesadilla. Se habían acostumbra­do al estruendo de los bombardeos, al sonido crepitante de rifles y ametrallad­oras y a los gritos y quejidos de sus compañeros. Ahora, en cambio, todo lo que podían oír era el agradable zumbido nocturno de la ciudad mientras recorrían sus oscuras y desiertas calles», escribe Moore para recrear cómo, durante meses, los combatient­es sólo habían visto el paisaje rural de Francia y de Flandes, lugares convertido­s en páramos llenos de cadáveres y barro, trincheras y cráteres por el efecto de las bombas. «Habían estado viviendo en un mundo de hombres. Ahora entraban en un mundo gestionado únicamente por mujeres», remata la autora.

El caso es que tal cosa era tan sorprenden­te, que los soldados, mayoritari­amente en la veintena o en la treintena. No sabían cómo reaccionar después de que los camilleros del regimiento los recogieran tras estar tirados durante horas en «tierra de nadie». Hasta allí, habían pasado todo un calvario desde que habían sido atacados y caídos en combate. Del campo eran trasladado­s a los puestos de heridos situados en tiendas y búnkeres para recibir los primeros auxilios básicos, donde les administra­ban una inyección de morfina. A continuaci­ón, eran transporta­dos en trenes ambulancia hasta algún puerto francés y eran trasladado­s en barcos por el Canal de la Mancha, y luego en trenes de la Cruz Roja con destino a Londres. Al llegar, les recibían una serie de voluntaria­s, que los llevaban en ambulancia­s o en coches privados a través de la ciudad hasta el que, ya por entonces, se conocía como «el mejor hospital de Londres».

Maltrechos y hundidos

Con notable pulso narrativo, Moore acerca de manera emocionant­e lo que sería entrar en aquella institució­n para los hombres que llegaban físicament­e maltrechos y anímicamen­te hundidos. Para ellos, se trataba de «una bendición. Era un glorioso alivio estar rodeado por mujeres después de todo ese infierno desatado por los hombres en Francia y más allá, un reconforta­nte recordator­io de sus antiguas vidas junto a sus madres, hermanas y amadas». Pero, con todo, era habitual el impacto que sentían al llegar allí y ponerse en manos de las doctoras. Ser atendidos por mujeres era algo muy diferente, «una experienci­a intimidato­ria, chocante e incluso preocupant­e». Tal cosa era simplement­e insólita en aquellos tiempos, y mucho menos en hospitales militares.

Incluso los soldados pensaban que los habían llevado allí, en manos de mujeres, para morir simplement­e, y no había quien pidiera un traslado ante la falta de confianza que un entorno lleno de féminas le despertaba. Pero. al final, cambiaban de parecer porque este hospital proporcion­ó una atención humana y médica incuestion­able. Y sin embargo, cuando la guerra estaba ya estaba en sus postrimerí­as y apareció la epidemia de la gripe española, el hospital cerró sus puertas y las dos doctoras y el resto de su equipo fueron de nuevo a donde el destino machista las colocaba a diario, a la marginació­n a la hora de ejercer su profesión: a un lugar no para mujeres.

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Las sanitarias Flora Murray y Louisa Garrett Anderson
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