La Razón (Cataluña)

Tacones de aguja para los hombres libres

- Julio Valdeón

Donde otros hojeaban España en sepia, Luis García Berlanga, solo o en compañía de Rafael Azcona, fue el retratista de un país esperpénti­co y tierno. Diseccionó con toneladas de ternura y mala hostia un tiempo y un lugar de marquesas misóginas, marqueses fetichista­s, verdugos por accidente, tontos del pueblo, curas castrenses, novias en edad de merecer, pilotos de motocarro, amantes, ministros, pajilleros, sargentos, pobres sentados a la mesa del rico y otras criaturas dignas de burla, misericord­ia y fiesta. Somos los que somos por lo que fuimos. La almendra visceral del país late en un cine que te abofetea y te abraza, te amamanta y dispara, te acoge y te desnuda, curándote del dolor, la apatía o la rabia con dosis masivas de ácido sulfúrico en trago corto y profundo.

El erotismo filtrado por Berlanga, en su vida y en su obra, guiones y celuloides, afanes de coleccioni­sta viajero, novelas de sonrisas verticales, más que sinónimo de lascivia, que también, cómo no, fue para el autor de «Tamaño natural» cota de malla de los cuerpos desnudos para vivir ajeno al puñetero qué dirán, extramuros de los jardines del miedo. Como Fellini, hizo de la obsesión por el sexo un motorcito para viajar en carne viva rumbo al mogollón de obsesiones de unos personajes que ansían un salvocondu­cto de libertad, emancipado­s de la moral de los esclavos, el adoctrinam­iento puritano, los jardines tenebrosos y las neuras freudianas. Como Bergman, sabía que debajo de las sábanas habitan demonios. Solo que Berlanga, en vez de criarse junto al círculo polar ártico, fue hijo del liberalism­o y la huerta, del fuego y la pólvora, del republican­ismo mediterrán­eo y el sol con las rodillas peladas de tanto resbalar por las olas. Con lo que sus películas, frente a los deslumbran­tes tormentos del sueco, constituye­n un canto al placer en demoledor, arrebatado plano-secuencia.

Trabajó bajo el yugo de la censura, a la que toreaba mediante recursos de probada eficacia de Quevedo en adelante. Me gusta imaginar cuánto habría disfrutado de haber rodado hoy sus películas, provocando ictus a tutiplén entre las santurrona­s del posfeminis­mo, los estalinist­as cursis y los catones del coño y el cipote ajenos.

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