ELA: al final sólo hablan sus ojos
Con múltiple variedad de síntomas, los enfermos de esclerosis lateral amiotrófica suelen ver afectados los músculos de la psicomotricidad y acaban recluidos en sillas de ruedas o camas adaptadas para comunicarse
Es posiblemente una de las patologías más crueles y desconocidas para el gran público. Se la suele conocer por su acrónimo: ELA (esclerosis lateral amiatrófica) y, salvo en los círculos científicos, por el síndrome de Charcot, que fue el neurólogo francés que la describió en 1869. Curiosamente, en EE UU se la denomina la enfermedad de Lou Gehrig, un celebérrimo jugador de béisbol al que le fue diagnosticada ELA en 1937. Saltó a los medios de comunicación con el físico británico Stephen Hawking, creador de la teoría de los agujeros negros, que murió a los 76 años por ELA, después de haberle sido diagnosticada la enfermedad a los 21. Hace unas semanas murió en Madrid por esta dolencia, tras pocos años de la mala noticia, Francisco Luzón, gran reformador del sistema económico español. La encaró con gran fortaleza y creando una fundación, que lleva su nombre, para donar fondos a la investigación.
A Hawking le dieron pocos años de vida y le comunicaron que la torpeza y las caídas que empezaba a notar progresarían y no pasaría de los 25 o 27 años de edad. Pero su caso, sobrevivió 50 años a la enfermedad, es absolutamente excepcional.
La incidencia de este proceso suele ser de uno o dos casos por 100.000 habitantes al año, con un discreto predominio en el varón. «Se trata de una enfermedad neurodegenerativa, que afecta especialmente a las neuronas motoras, que degeneran y mueren, dejando de enviar mensajes a todos los músculos del organismo. Estos se van debilitando gradualmente hasta atrofiarse, exceptuando el corazón, la musculatura que controla la motilidad de los ojos, los esfínteres vesical y anal y los genitales, sin generar alteraciones de la sensibilidad», explica Adriana Guevara, presidenta de la Asociación de ELA, conocida como adELA, que desarrolla una gran labor asistencial a favor de los pacientes, a fin de llenar el gran vacío que en España existe por parte del SNS.
No obstante, como aclara Guevara, sería más correcto hablar de distintas expresiones del proceso en función de la primera región de las neuronas afectadas. Así, estaría la llamada ELA bulbar, cuando las neuronas están localizadas en el tronco del encéfalo, y los síntomas suelen ser dificultades en el habla y la deglución y, si bien suele debutar en el 25% de los pacientes, los síntomas al resto de las extremidades es rápidamente progresivo. Y luego estaría la ELA espinal, que afecta principalmente a las neuronas motoras de la parte alta de la médula espinal, que empieza con fallo en las extremidades, diseminación posterior al resto de la musculatura, incluyendo la bulbar, acaba con fallo y alteraciones respiratorias y los primeros síntomas se acusarían en torpeza en las extremidades. El pico de edad de comienzo suele ser entre los 58 y los 63 años.
Adriana, que lleva muchos años luchando altruistamente en adELA, con la más que eficiente mano derecha de la directora gerente Rosa Mª Sanz Palomero, que se deja la vida en la ayuda directa con los pacientes y sus familiares, confiesa que, aunque no se le ha manifestado la enfermedad, pertenece a ese 10% de ELA hereditaria, ya que se han dado varios casos en su propia familia.
«Hay estudios –explica– que han demostrado que en la forma hereditaria hay al menos un gen alterado. Yo he perdido, entre otros, a mi padre y a un hermano. He sido profesora de Ciencias de instituto y, al jubilarme, decidí entregar mi vida a adELA, y llevo ya 15 años de presidenta. Abarcamos a todo al país, si bien estamos estructurados en subdelegaciones para ser más eficientes. Nos nutrimos de las cuotas de los socios, de donaciones de particulares, de fundaciones y de ayudas de autonomías».
Julián Rodríguez, arquitecto de 30 años de Madrid, que acaba de perder a su padre con 65 años, se vio solo, con la mayoría de la familia en el extranjero y su padre viudo. «Si no hubiera sido por adELA, me habría puesto a llorar como un niño –cuenta–. Tardaron dos años en diagnosticar a mi padre, porque le fallaban las piernas y se caía. Hasta llegaron a pensar en un ictus. Finalmente, en el Carlos III llegó la sentencia de muerte».
Julián no puede evitar que los ojos se le inunden de lágrimas: «Mi padre era arquitecto y, de estar en activo, poco a poco empezó a consumirse, a perder peso y a no tenerse en pie. Nos comunicábamos por el ordenador al perder la voz. Tenía graves crisis de neumonía, que obligaban a ingresarle, hasta que le mandaron a casa a morir con dignidad. La cama adaptada, la grúa, la silla de ruedas adaptada…; no sé, ya ni me acuerdo; un fisioterapeuta, terapia ocupacional, un asistente social para conseguir los papeles de invalidez… Todo, todo, porque yo estaba hundido, era el único ser querido que me quedaba, aparte de mis amigos, que he de admitir que siempre estuvieron ahí, pues no creo que pueda haber una enfermedad más cruel y cara si no cuentas con la ayuda de adELA». «No puedo entender –agrega con cierta indignación– cómo no reciben ayuda de la sanidad pública, cuando están haciendo una labor que le correspondería al SNS. Todo es generosidad por su parte. Mi padre duró cinco