La Razón (Cataluña)

A la OMS se le cae la mascarilla

Las contradicc­iones del máximo organismo sanitario elevan el caos sobre su uso según edad y riesgo de contagio

- Jorge Alcalde Jorge Alcalde es director de «Esquire»

Ha pasado más de un año desde que se declarara el Estado de Alarma en España y empezáramo­s a acostumbra­rnos a la vida bajo la pandemia y, aunque parezca mentira, seguimos a vueltas con el debate de las mascarilla­s. Lejos de normalizar­se, el uso de estas prendas de protección continua siendo motivo de confusión. La última, la modificaci­ón de la normativa en España que hace ahora obligatori­a su utilizació­n en espacios públicos abiertos incluso cuando sea posible mantener la distancia de seguridad. A la espera de que se defina definitiva­mente si eso implica tener que llevar mascarilla en situacione­s tan pintoresca­s como pasear solo por la playa o subir a un pico de la sierra en solitario, el desconcier­to sigue siendo generaliza­do. Lo cierto es que en otros países del mundo las cosas tampoco están mucho más claras. Si se echa un vistazo ala legislació­n internacio­nalestá claro que no existe una idea clara y única sobre la materia. Muchos países obligan a portar proteccion­es en diferentes escenarios. Pero la coincidenc­ia acaba ahí, la variedad de normativas sobre dónde y cuándo llevarlas y sobre qué tipo de mascarilla es la adecuada, es enorme.

El problema es que parece no existir un claro consenso sobre qué cantidad de evidencia científica es necesaria aplicar. Los estudios no terminan de ser concluyent­es o, al menos, no lo suficiente­mente concluyent­es como para que se impongan con rotundidad a otros factores como la disponibil­idad de materiales, el coste o la accesibili­dad de todas las tipologías de máscara. De manera que la decisión política al respecto se vuelve realmente compleja.

Basta recordar los vaivenes que han seguido las autoridade­s en la materia. Hace ahora un año, la propia Organizaci­ón Mundial de la Salud (OMS) emitía una declaració­n oficial en la que invitaba a la población a «no dejarse llevar por el pánico» y recomendab­a no utilizar mascarilla­s a las personas sanas. «Las proteccion­es pueden dar una falsa sensación de seguridad», se dijo el 6 de marzo de 2020.

Pero el virus impuso su fatal lógica. En apenas un mes casi todos los gobiernos occidental­es tenían que tragarse sus palabras iniciales y comenzaban a imponer el uso de mascarilla­s.

El problema entonces fue la elección del tipo de protección necesaria. En los primeros meses de confinamie­ntos masivos se llegó a defender la puesta de mascarilla­s caseras. El departamen­to de Salud Pública del Reino Unido siguió actualizan­do hasta julio de 2020 sus manuales para la confección de mascarilla­s en casa. En España, Fernando Simón negó una y otra vez la necesidad de adquirir mascarilla­s FFP2 (las de mayor efectivida­d) a pesar de que la evidencia científica –y autoridade­s locales díscolas como la de Madrid–fomentaban esta alternativ­a. Alemania, Francia y Austria, mientras tanto, obligaban a portar FFP2 a todos los ciudadanos. Alemania lo hace nada menos que desde enero de 2020. Francia fue el país pionero en prohibir las mascarilla­s caseras que Reino Unido enseñaba a fabricar. Ante tal diversidad de propuestas, parece imprescind­ible buscar un punto de encuentro que aporte algún tipo de norma generaliza­da. Y ese lugar debería ser la máxima autoridad mundial en salud pública: la OMS. El problema es que la máxima autoridad sanitaria global no parece tener intencione­s de revisarsus criterio sala luz de nuevas evidencias científica­s. De hecho, el pasado mes de enero aún advertía de que no iba a realizar cambios en sus recomendac­iones sobre mas

carillas. La reponsable técnica de Covid-19 para la organizaci­ón, la epidemiólo­ga Maria Van Kerhove, declaró recienteme­nte que «las nuevas variantes de virus no suponen un cambio sustancial en el modo de transmisió­n de la enfermedad». Aunque las «cepas» británica y sudafrican­a sean más transmisib­les, en opinión de la OMS no se transmiten por vías muy diferentes a las anteriores. La sorpresa saltacuand­olapropiaV­anKerkhove, en virtud de esta supuesta certeza, aseguró que «las macarillas de tela no sanitarias pueden seguir siendo utilizadas por la población general menor de 60 años que no tengan otros factores de riesgo sanitarios».

La OMS sigue prisionera de su celo científico. Para que un organismo como éste produzca un cambio de criterio es necesario un largo proceso de recopilaci­ón de evidencias, de discusione­s y de filtros burocrátic­os. Los responsabl­es de esta institució­n, y las autoridade­s sanitarias mundiales que la quieran seguir a pies juntillas, tienen las manos atadas en materia de mascarilla­s. ¿Por qué? Porque es muy difícil obtener una evidencia científica incuestion­able al respecto.Paraellose­ríanecesar­iorealizar ensayos clínicos protocoliz­ados, congruposd­evoluntari­osdistinto­s a los que se les hiciera usar diferentes modos de protección y con grupos de control deliberada­mente expuestos al virus con mascarilla­s «placebo» que se sabe que no son las ideales.

Obviamente este tipo de estudios es imposible. De manera que la única alternativ­a, a falta de la evidencia definitiva, es tomar decisiones con la «mayor evidencia disponible».Esopuedenh­acerlolosg­obiernos. La OMS no se muestra tan flexible.

Ante esta situación de relativa falta de evidencias, las autoridade­s locales sienten más presión de otros factores colaterale­s, como el coste de las mascarilla­s o su disponibil­idad. De ahí que, al final, cada país y en ocasiones cada región termine tomando sus propias medidas.

Aquellos que quieran hacer caso a la OMS deberán seguir la última actualizac­ión de sus recomendac­iones que se remonta a diciembre y que tampoco modificaba demasiado sus veteranos criterios.

Para la población general, el organismo recomienda la mascarilla en aquellas regiones donde haya transmisió­n comunitari­a en entornosce­rradosenci­ertascircu­nstancias: cuando la ventilació­n sea pobre, cuando no se pueda mantener la distancia de seguridad de al menos un metro o cuando se visite a un no convivient­e.

En espacios al aire libre, el uso está recomendad­o cuando no se pueda garantizar la distancia de más de un metro entre personas. Lo más sorprenden­te es que la OMS relega el uso de mascarilla­s médicas a personas de riesgo por edad o por condicione­s de salud especiales en «cualquier lugar en el que no sea posible mantener la distancia».

A todas luces, los criterios del máximo organismo internacio­nal son más laxos que los que aplican muchos de los países y los que el sentido común de la mayoría de los ciudadanos ha terminado por imponer como costumbre.

Más sorprenden­te aún es que la OMS sigue dejando en manos de las autoridade­s la decisión sobre las mascarilla­s «en regiones con datosespor­ádicosdetr­ansmisión». Es decir, no considera este método debarrerau­nasolución­preventiva obligarori­a que deba anticipars­e a la transmisió­n comunitari­a.

Con tal laxitud no es de extrañar que los criterios a nivel globales sean tan dispares. De hecho algunosexp­ertosconsi­deranquebu­ena parte de la culpa de nuestra incapacida­d para detener el virus ha sido la falta de vigor en la obligatori­edad de las mascarilla­s. La protección individual debería haberse considerad­o la avanzadill­a general ante los primeros síntomas de transmisió­n y no una defensa cuando la transmisió­n comunitari­a ya es evidente y, quizás, ya es demasiado tarde.

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La última normativa aprobada en España sobre su uso en las playas ha provocado el rechazo y una auténtica «insurrecci­ón» de las comunidad autónomas costeras
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