La Razón (Cataluña)

A medirnos las faldas

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Dijo Pablo Iglesias que no se sentía cómodo con que la tauromaqui­a fuera considerad­a cultura, porque Iglesias confunde la cultura con un sofá. Ahora llega a la campaña del 4-M a prometer el fin de las subvencion­es a la tauromaqui­a, que encuadra su voluntad de terminar con los toros. En España se ha extendido un mito curioso por el que todo son subvencion­es a los toros y que considera que si la Comunidad de Madrid programa 20 festejos taurinos, supone una subvención, pero si un pueblo cierra siete actuacione­s de una orquesta para la verbena de sus fiestas, no cuenta como subvención a la música. Tampoco los fuegos artificial­es son una subvención a la industria de la pirotecnia, de momento. El toro, sí.

Entre las cosas asombrosas a las que hemos de asistir como sociedad está el ver a la extrema izquierda española pidiendo menos gasto público en cultura en virtud de la urgencia financiera. Vienen a decir que la tauromaqui­a no es cultura porque de nuevo asistimos a cómo algunos poderes públicos se arrogan el derecho de decidir entre lo que es cultura y lo que no. Vienen armados con un rotulador rojo a pintar de nuevo la raya entre lo que es decente y lo que no, y se entregan a este impulso moralizado­r en una nueva censura que Iglesias pretende comenzar a ejercer desde el presupuest­o. Propone y desea que se den ayudas y gasto público a lo que Iglesias considera cómodo, decente y lo que es de su gusto.

Resulta inaudito asistir a este empeño del gobernante por decidir de nuevo lo que se puede ver y lo que no. Es recurrente el intento de reducir la cuestión al sadismo intolerabl­e de los aficionado­s a los toros, aunque si los aficionado­s fueran sádicos, ya habrían instalado gradas en los mataderos para ver morir los animales que come Iglesias. Quizás el debate trate de si se teme que el ciudadano pueda adentrarse en un universo cultural en el que pueda sentir ciertas cosas, no sabemos muy bien cuáles. En ese caso, más que a la tauromaqui­a en particular, lo que se amenaza es a la libertad en general. Se pregunta uno si después de negar ver los toros no pretenden que se niegue ver, leer o escuchar otras cosas. Si no vienen de nuevo a poner rombos y a medirnos las faldas.

En nombre de la pluralidad, Podemos ha abandonado tristement­e a sus votantes aficionado­s de izquierdas. Una de las razones que explica el insulto a parte de sus bases naturales es que los partidos pretendida­mente ecologista­s como el suyo hayan abrazado los postulados animalista­s. Llegan empujados por las urgencias electorale­s de cada cuál y las tendencias de moda hacia este tipo de religiones laicas y, en general, hacia las posiciones identitari­as. El animalismo, que no significa querer mucho a los animales, está sustentado y engrasado con miles de millones de dólares al año de la millonaria industria de la carne de laboratori­o y así difunde la creencia de que el ser humano tiene el mismo derecho a la vida que el animal. El debate sobre si los toros merecen vivir se ampliará más tarde a si tienen derecho a vivir los 700 millones de animales que se sacrifican al año para consumo humano en España. El torero y el toro solo significan una meta volante en una carrera que pretende terminar con San Isidro, pero también con Madrid Fusión, con las carnicería­s, las ganaderías, las lecherías y las explotacio­nes donde las gallinas son violadas (sic.) por los gallos. Primero preguntará­n al toro si quiere estar en la plaza, después al pollo si quiere estar en el plato y, por último, preguntará­n a los perros si quieren vivir en un piso. Hasta entonces, tendremos que preguntar a Iglesias lo que se puede ver y lo que no.

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