Los efectos de la barbarie
Algunos de los que éramos jóvenes, o muy jóvenes, entre los años 1968 y 1981 nos hemos preguntado más de una vez cómo fuimos capaces de contemplar los crímenes del nacionalismo etarra de una forma tan distanciada como lo hacíamos. No sentíamos la menor simpatía por los etarras ni por los nacionalistas, que se nos aparecían –al igual que hoy en día– como seres humanos atrasados, primitivos. Aun así, no sentíamos la necesidad de expresar nuestra disconformidad. Una de las explicaciones, que sigue pareciendo válida a quien escribe estas líneas, es que nuestra adscripción a la izquierda, aunque fuera muy genérica, justificaba lo que –incluso instaurada la democracia– se seguía viendo como una forma de antifranquismo. No basta, sin embargo, y el primer volumen de «Historia y memoria del terrorismo en el País Vasco», que forma parte de un gran proyecto patrocinado por la Fundación Centro para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo, añade alguna explicación. La combinación de memoria y ejercicio histórico exhaustivo da por resultado un desvelamiento nuevo –aunque precedido de obras muy importantes– sobre la monstruosidad del fenómeno. Claro que esto resulta aún peor, porque parece deducirse que cuanto más repulsiva y monstruosa es la barbarie, menos concebible resulta y más coartadas tenemos para no entenderla, ni verla, en su dimensión auténtica. Este gran estudio plantea otro interrogante. Cómo comprender que la absoluta barbarie del terror
nacionalista haya desembocado en la victoria política, social y cultural del nacionalismo. La pregunta excede con mucho el trabajo del equipo coordinado por el historiador José Antonio Pérez Pérez –que cuenta con los historiadores Iñaki Fernández Redondo, Javier Gómez Calvo y Erik Zubiaga Arana–, pero sugiere que, en cuanto a los efectos prácticos, la voluntad, la acción y la propaganda políticas van muy por delante de la investigación y la puesta en claro de la verdad histórica.