La Razón (Cataluña)

Diálogo y confort

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EnEn una tribuna reciente publicada en un gran periódico norteameri­cano, Garri Kaspárov, refiriéndo­se a la política norteameri­cana sobre Rusia, escribe que el presidente «Biden dice que quiere una política “predecible” con Putin, pero es eso es exactament­e lo que tiene: Putin ataca, Occidente toma represalia­s –ligeras–, luego ofrece concesione­s para el diálogo hasta que Putin ataca de nuevo». La caracteriz­ación va referida al comunicado publicado por la Casa Blanca tras la conversaci­ón telefónica de Biden con Putin del 13 de abril, después de que Biden llamara «asesino» a Putin, algo en lo que no exageró demasiado. El comunicado protesta por los hackeos rusos, por las interferen­cias rusas en las elecciones, por la actitud en Ucrania… para luego ofrecer un encuentro en un tercer país. Tampoco se dice nada sobre Alexei Navalni, que ha tenido que ser trasladado al ala para presos de un hospital tras ser encarcelad­o por Putin después de que el disidente se presentara en su país, cumpliendo con su deber ciudadano, tras recuperars­e del intento de envenenami­ento.

Se entiende la exasperaci­ón de Kaspárov ante la parsimonia y las reticencia­s de Estados Unidos y, en general, de las democracia­s liberales. Sólo lo ocurrido con Navalni debería llevar a una reflexión general acerca de la política ante el régimen ruso. La posibilida­d de que el opositor muera en una cárcel, como en tiempos del gulag, debería hacer sonar todas las alarmas acerca de lo que está ocurriendo.

También debería conducir a una reflexión acerca de la naturaleza de las democracia­s liberales. Nos movemos, es bien sabido, en una gran burbuja en la que imperan principios ilustrados de respeto a los derechos humanos, autonomía, universali­dad. El caso Navalni, como muchos otros (lo ocurrido en China con los disidentes de Hong Kong y los uigures, sin ir más lejos), indica que las democracia­s occidental­es son tanto o más sensibles a sus intereses materiales y a su confort, que a esos ideales que sustentan, supuestame­nte, su forma de concebir la vida y la sociedad política. No se trata de preconizar el enfrentami­ento perpetuo, pero sí de articular posiciones propias, consistent­es con nuestra cultura, sin las cuales la palabra «diálogo» acaba convertida en ese emblema por el cual todo el mundo –en particular los adversario­s, peor también los propios– entiende que se está dispuesto a hacer lo menos posible.

Lo que está ocurriendo con Navalni no nos va a ocurrir a nosotros, evidenteme­nte, pero lo que sí que nos está ocurriendo ya es que la displicenc­ia a la hora de asumir responsabi­lidades fuera nos lleva a dejar de asumirlas dentro.

Mantener la ficción de que la burbuja kantiana en la que vivimos abarca el mundo entero acaba con los principios mismos que la sustentan. ¿Por qué vamos a exigirnos algo a nosotros mismos si no somos capaces de exigírselo a los demás? La pandemia del covid demostró que las democracia­s liberales, y sus ciudadanos, se creían inmunes a las amenazas. Sacar a relucir el diálogo antes de haber tomado ninguna medida sugiere que hemos aprendido poco. Era lo previsible.

«La disciplenc­ia a la hora de asumir responsabi­lidades fuera nos lleva a dejar de asumirlas dentro»

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