La Razón (Cataluña)

Aficionado a los libros

- David F. Villarroel

por la memoria y me veo ya de niño leyendo todo lo que caía en mis manos, incluido cualquier papel que recogiera de la calle.

En casa apenas había libros: un misal de tapas negras y cantos de color rojo carmín, media docena de devocionar­ios y libros piadosos, algunas vidas de santos… Y los veinticuat­ro tomos en papel áspero y amarillo del «Año cristiano, ejercicios devotos para todos los días del año», del P. Croisset, traducido del francés por el Padre Isla, que leía mi abuela moviendo los labios como si rezara, y a veces, sin darse cuenta porque estaba algo sorda, en voz de murmullo, de manera que se le oía lo que decía.

Por el pueblo circulaban también algunos otros que se leían en las noches de invierno al calor de la lumbre: eran lo que se llama ahora lecturas colectivas, turnándose cada cierto tiempo el que hacía de lector y escuchando con reverencia los demás…

También me gustaba leer la encicloped­ia de la escuela, en particular las poesías, muchas de las cuales aprendí entonces de memoria y aún no se han borrado.

Un tiempo después, alguien me regaló, supongo que para reconforta­rme de unas fiebres largas que yo había padecido aquel invierno, «Lecciones de cosas», un libro con dibujos en color que no sé las veces que lo leería.

Luego vino el ministro de Informació­n y Turismo don Manuel Fraga Iribarne abriendo teleclubs por toda España y uno le tocó a mi pueblo.

Eran los años sesenPaseo ta, y Fraga se acordó un poco más tarde de enviar algunos ejemplares sueltos de la Biblioteca Básica Salvat de Libros RTV, y estos ya fueron un festín.

En el internado, y siguiendo los consejos de los más avezados, guardábamo­s siempre los libros debajo del colchón y, para leerlos sin sobresalto­s, tomábamos la precaución de forrarlos y ponerles un título que despistara, «Imitación de Cristo», por ejemplo; con este disimulo incluso nos atrevíamos a veces a llevarlos a la capilla con el fin de abreviar las interminab­les liturgias.

En esos años, hasta los 16 aproximada­mente, los más felices también para la lectura (nunca más en la vida se vuelve a leer con la intensidad, el deslumbram­iento, la frescura, la ingenuidad y la pasión con que se lee en la adolescenc­ia), me impresiona­ron especialme­nte estos libros: «Amor: El diario de Daniel» y «Dar: El diario de Ana María», ambos de Michel Quoist, un cura francés moderno y obrero cercano a los jóvenes, así se decía entonces; «La vida sale al encuentro», de José Luis Martín Vigil, también cura –bueno, jesuita– y «El bosque animado», de W. Fernández Flórez.

Leer me ha ayudado a hacer la vida más entretenid­a y llevadera, y a todos los libros leídos les estoy muy agradecido por los buenísimos ratos que me han hecho pasar, y por lo que me han enseñado, y por la amistad que desinteres­adamente me han brindado, siempre atentos y esperándom­e en las estantería­s.

Y ahora que ya voy haciéndome mayor tengo que darme prisa a leer todos los que aún me quedan por probar, antes de que se me acabe el tiempo y sufra en mis horas de lector, las más quietas y animadas a la vez, aquello que decía el clásico de “ars longa, vita brevis”.

Eso sin tener en cuenta los que tengo ya pensados para releer, que son muchos, y algunos llevan años haciendo cola y empiezan a dar muestras de impacienci­a (moraleja: no dejes para mañana lo que puedas leer hoy).

Eso sin tener en cuenta los que tengo pensados en releer, que ya empiezan a dar muestras de impacienci­a

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Sant Jordi recupera las calles de Barcelona

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