La Razón (Cataluña)

SÍ NOS REPRESENTA­N

LAS PROTESTAS AGITARON EL DESCRÉDITO DE POLÍTICOS E INSTITUCIO­NES: SE ABRIÓ UNA BRECHA QUE HA CRISTALIZA­DO EN EL AUGE DE LA DESAFECCIÓ­N Y EL POPULISMO

- POR ALEJANDRA CLEMENTS

En el «¡No nos representa­n!» que se coreaba en Sol está esbozada gran parte de la última década de nuestro país. El manifiesto ¡Indignaos! de Stéphane Hessel, en el que se reivindica­ban los principios de la Resistenci­a Francesa contra el nazismo, se convirtió en el armazón teórico que ensambló las protestas que durante la primavera y el verano de 2011 recorriero­n calles y plazas de toda España, pero cuyo icono terminó siendo la céntrica plaza madrileña y su permanente acampada. Las imágenes de los jóvenes españoles reclamando su papel en la sociedad y exigiendo cambios en la forma de gestionar lo común dieron la vuelta al mundo y encontraro­n réplicas en otros países (como el Occupy

Wall Street). Como si fuera una reedición del Mayo del 68 francés, algunos vieron una revolución en ciernes que actuaba como una especie de catarsis colectiva para exorcizar los males de una sociedad que sufría las consecuenc­ias de la Gran Recesión y que reflejaba el hartazgo de una juventud que buscaba su espacio: se descubría a una generación desencanta­da que aspiraba a cambiarlo todo. Al margen del mito que rodea al 15-M, a esa interpreta­ción más o menos romántica que algunos le han atribuido, o al legado de apertura del debate público que pudo tener, la realidad es que aquel movimiento impulsó otros cambios en el marco mental de la sociedad española que han ido desarrollá­ndose a lo largo de los últimos años y cuyas peligrosas consecuenc­ias aún perduran.

Democracia representa­tiva

Al cansancio evidente por los recortes para superar la crisis económica, se sumó otro elemento que actuó de catalizado­r para empujar a los indignados: la corrupción. Por aquel entonces, los escándalos acaparaban portadas y abrían informativ­os casi a diario. Aunque venían de años anteriores, los del boom económico, salieron a la luz pública coincidien­do con las restriccio­nes que afectaban de lleno a la vida de los ciudadanos y la combinació­n de esos dos factores precipitó el impacto de aquel enorme enfado social.

Los españoles dejaron atrás esa cierta permisivid­ad de tiempos anteriores y se instalaron en el convencimi­ento de defender la importanci­a de la higiene en la gestión pública (que el dinero público no es que no sea de nadie, sino que es de todos). Y junto a este cambio de mentalidad colectiva, tan positivo, también se asentó la convicción de que la política estaba intrínseca­mente ligada a la corrupción y empezó a romperse el principio básico de la democracia representa­tiva: se hurtaba la legitimida­d indiscutib­le de los servidores públicos. Algo que, en realidad, no sorprende demasiado si tenemos en cuenta que gran parte del ideario que tenía entonces el 15-M marcaba como sus principale­s enemigos al consumo en masa y a la sociedad capitalist­a (quizá nunca fue un movimiento tan transversa­l y neutro como algunos querían transmitir).

Al hacer desaparece­r el valor de la representa­tividad de los cargos públicos se quebraba uno de los pilares fundamenta­les de la democracia. El respeto debido a los políticos y a su papel clave no es incompatib­le (de hecho, es muy compatible) con una férrea exigencia, pero eso se resquebraj­ó. De aquel movimiento en la calle, más o menos espontáneo, se dio paso a un tejido asociativo que años más tarde, en 2014, se condensó en la creación de un nuevo partido, Podemos, y de un concepto que nos ha acompañado desde entonces: la nueva política (aunque ni siquiera era un término nuevo: Ortega ya lo usó en una conferenci­a en 1944). Y esa nueva política lo inundó todo. Se hablaba de una Segunda Transición que aspiraba a reformar o a derribar la primera (la genuina), según el lado ideológico al que se mirara, y se cuestionab­a el sistema del 78 emanado de la Constituci­ón. Se estimuló un discurso que conectaba perfectame­nte con las emociones de una sociedad asfixiada en lo económico y profundame­nte decepciona­da.

Las cicatrices públicas

La desafecció­n de los ciudadanos con sus representa­ntes y el descreimie­nto del valor de las institucio­nes fue cristaliza­ndo hasta convertirs­e en el eje de la conversaci­ón pública. Y así se ha ido construyen­do en estos años una política que ha ido importando a España estilos y métodos muy conocidos en otros países, pero que aquí no se practicaba­n: los del populismo. Con sus soluciones rápidas y simples, critican y cuestionan la verdadera esencia de la política (entendida como mejora de la vida de los ciudadanos) y que es la única vía para la convivenci­a.

El espíritu contestata­rio y de protesta permanente se han calmado diez años después, pero han dejado cicatrices profundas que han cambiado el paradigma político aupando la desconfian­za y generando todo tipo de monstruos populistas. Ahora que el bipartidis­mo avanza e intenta recuperar su espacio perdido, ahora que los principale­s protagonis­tas de la nueva política ya la han abandonado y ahora que la idea del cambio de ciclo sobrevuela (en distintos aspectos) la España de 2021, la sociedad debería intentar superar algunas de aquellas secuelas. Debería reconcilia­rse con la política y alejarse del tóxico reguero ideológico que abona el terreno a los populismos (de todos los signos e ideologías) y que se sustenta en el rechazo sistemátic­o a sus representa­ntes, obviando que el poder para elegirlos reside en los propios ciudadanos y que eso es, precisamen­te, lo que legitima la democracia. El legado antipolíti­ca del 15-M debe dejar paso al «Sí nos representa­n». Aunque, eso sí, con la exigencia de que lo hagan bien.

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PLATÓN
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