La Razón (Cataluña)

El reino perdido

- David F. Villarroel

DedicaDedi­ca uno las mañanas de los domingos, y es costumbre ya vieja, a pasear por el monte. También el camino se ha hecho viejo, pues quiso la buena suerte que, después de algunas probaturas, encontrara muy pronto el que ahora sigo haciendo, que lo sé de memoria de tanto andarlo. Discurre parte de él por la Carretera de las Aguas, el balcón con las mejores vistas de Barcelona, y sigue luego por la otra vertiente de la sierra de Collserola, la que mira a la comarca del Vallès y a la cuenca baja del Llobregat, con las montañas de Montserrat adornando el horizonte. Sendero más que camino, es este el tramo más ameno de todo el recorrido, pues brinda al paseante todos los alicientes: silencio, soledad, sosiego, variedad de árboles y plantas, luz no usada (que diría Fray Luis), aire limpio, olores según la estación y sonoro acompañami­ento de pájaros y avecillas.

Amigo como es uno de agarrarse a las costumbres, me dio ya hace un par de otoños por detenerme siempre en el mismo altozano. Me contenté al principio con sentarme en una piedra, pero encontré enseguida, apartándom­e un poco del sendero, un sitio que ni pintiparad­o para hacer un alto, descansar y contemplar el panorama. Y en ese sitio, el hueco de un roble viejo, me apresuré a componer, con piedras y ramas secas, un asiento. Acomodado en él, con la espalda apoyada en el tronco, se siente uno allí como en un pequeño trono, soberano del monte que abarca la mirada, con la ventaja añadida de pasar inadvertid­o a los que transitan por el sendero (y no así al revés, pues se les atisba fácilmente por entre los arbustos y se oyen sus pasos y conversaci­ones).

La paz de estos paseos dominicale­s se vio alterada hace cosa de un mes cuando descubrí que algún desconocid­o había colonizado mi reino colocando unas ramas de roble por los lados, acaso para protegerlo del viento. Lo peor sin embargo es que había también indicios de una voluntad firme por usurparme el trono, y con esa intención, y la de acomodarlo tal vez a su anatomía, había recompuest­o las piedras; y para más inri, se había atrevido además a incorporar un cenicero artesanal hecho de papel de plata, que, eso sí, tuvo la precaución de ocultar en un resquicio.

Pese a la profanació­n descrita, sigue uno sentándose cada domingo en su trono, ajeno a los signos del oprobio.

Y ayer, a poco de abandonarl­o, retomado de nuevo el sendero, vi venir una ardilla. Me dio tiempo a detenerme y permanecer inmóvil antes de que ella advirtiera mi presencia. Rígido como una estatua y observándo­la por el rabillo del ojo, aguardé a que llegara. Lo hizo sin mostrar ninguna señal de alarma, distraída como debía de andar en busca de comida, y al pasar por delante se detuvo un momento, me miró un par de veces, anduvo unos pasos diminutos y se volvió... Se quedó así un instante, quieta y mirándome compadecid­a, reanudó al fin su menudo corretear y en un santiamén se encaramó tronco arriba invitándom­e a compartir su reino en lo más alto de un pino.

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