La Razón (Cataluña)

Secretos de familia

- Javier Menéndez Flores

Cuatro décadas derramándo­se como la sangre de una herida imposible de cerrar. Porque de eso van justamente sus canciones, que hermanan a los congéneres más diversos: de corazones en fase terminal. De vidas que mantienen la verticalid­ad gracias al recuerdo de los días mejores. De reinos perdidos a doble o nada. De una desolación de titanio que solo se puede contrarres­tar subiéndose a un escenario y gritándola con la furia del que ha estado en todos los frentes y guarda una memoria vivísima de cada batalla, cada cicatriz, cada derrota.

Los Urquijo, fundadores de una célebre fábrica de tristeza llamada Los Secretos, tienen en Álvaro a su último eslabón. Javier saltó de la nave antes de que ingresaran en la leyenda y Enrique no la abandonará jamás, a pesar de que han pasado 20 anchos años de su muerte. Pero los negocios familiares exigen conservar la cabeza helada, fíjense si no en los hábitos de los Corleone, y únicamente al bajar la persiana, frisando el alba, el benjamín de la saga puede permitirse el capricho doliente de detenerse en ciertos rostros y nombres. En los lugares a partir de los cuales se fue fraguando una biografía que tomó recodos imprevisto­s, como la de todos nosotros. Porque, incluso para el notario o el asesino, cada nuevo día es un abismo de incertidum­bres.

Como tragarse el sol

Suena «Déjame» o «Pero a tu lado» a cualquier hora y en cualquier sitio al que uno pueda querer ir: en un bar de carretera en el que vuelan el café y los churros, o en un antro sin nombre en el que la cerveza tiene un sabor sospechoso y el camarero nunca te mira a los ojos. Y sin darte cuenta estás cantando mentalment­e esa historia que casi parece escrita por ti, de tantas veces como la has escuchado y vivido. Supongo que eso es ser un clásico en vida: que todos se sepan las letras que inventaste como si fueran el Padrenuest­ro, igual que si llevasen su firma.

Hoy, cuando el aplauso general maquilla la mueca, cuando los recintos se llenan y los padres y los hijos corean, juntos, unos estribillo­s con espinas, parece que todo el monte fue orégano y toda nueva canción, un peldaño ascendente. Pero el sendero tuvo mucho más de borrasca constante, sin el calor de los grandes sellos y con un infierno en forma de paraíso artificial siempre al acecho.

Qué fácil resulta ahora, en la distancia que desdibuja el tiempo, imaginar a Álvaro, el mascarón de proa de esos Secretos a voz en grito, como al boxeador veterano o al cirujano con un millar de operacione­s a la espalda: afilando sus armas en un ritual entre aristocrát­ico y calmo, sin que sea posible advertir en sus movimiento­s la más leve imprecisió­n, el menor titubeo, un adarme de duda.

Los gritos, ahí fuera, en ese escenario que es igual que un toro temible al que hay que saber llevar con mucha habitlidad,

«Sus canciones están confeccion­adas con un hilo de fatalidad»

«Se gritan con la furia del que ha estado en todos los frentes»

lo ocupan todo, y toca embridar los nervios y concentrar­se en una imagen concreta mientras la cabeza repasa unos textos que han sido entonados tantas veces como esa boca se ha lavado los dientes, y que la masa coreará en toda su extensión. Canciones confeccion­adas con un indestruct­ible hilo de fatalidad, con una dosis extra de dolor. Con ese perfume de mundo en ruinas que exudan las piscinas en invierno. Pero son esas y no otras las que consiguen iluminarno­s como si nos hubiéramos tragado el sol.

Álvaro Urquijo, el último heraldo de la celebració­n de los amores en parada respirator­ia. Que los dioses le den larga vida y ustedes, si pueden y quieren, lo disfruten al máximo. Porque las estirpes condenadas a medio siglo de nostalgia no tendrán jamás una segunda oportunida­d sobre la tierra.

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