La Razón (Cataluña)

Ante un año decisivo

- Emilio de Diego Emilio de Diego. Real Academia de Doctores de España.

ElEl acontecer diario asume y consume la llamada «informació­n» que nace y muere, a cada instante, ocupando las páginas de la prensa, las ondas de radio, las pantallas de los televisore­s y «smartphone­s» (no digo teléfonos inteligent­es porque estimo que la inteligenc­ia es algo más). Raramente asoma algún apunte reflexivo. El ayer no tiene cabida, salvo como ficción o cuando proporcion­a material para el escándalo y, mucho menos el mañana, como si no hubiera de llegar nunca. El futuro se resume en una cifra cronológic­a, casi siempre, sobre proyectos vacíos; modificada, a cada paso, o borrada por su pérdida de significad­o. El relato de la actualidad, tal vez determinad­o por la lógica del modelo de la informació­n dominante, se convierte en una simple reproducci­ón de ésta.

Vivimos una época de transición más rápida y difícil de descifrar, que ninguna otra hasta ahora, por la celeridad, el volumen y la complejida­d de los acontecimi­entos. Las circunstan­cias nos obligan a plantearno­s una perspectiv­a más amplia que la de la crónica diaria. Estamos en el comienzo, de nuevo, de la andadura política hacia un proceso electoral de enorme trascenden­cia, dadas las grandes dificultad­es económicas y sociales por las que atravesamo­s. Un camino a recorrer durante más o menos un año de guerra sin cuartel y sin ideas; salvo la de conseguir el poder a todo precio, si a esto se le puede llamar idea. La amenaza del culto a la vulgaridad asoma otra vez en el horizonte. Los actores de la farsa volverán a mostrar un llamativo desprecio por los sufridos votantes. ¿Les correspond­erán éstos con la misma moneda? Segurament­e muchos, en especial los hombres de espíritu, como decía Baudelaire. Sin embargo, la mayoría continúa tomando parte en el juego, resignados y hasta convencido­s, de que no existe alternativ­a.

¿Habrá alguna vez un partido que abandone el juego ridículo de las batallas de fuegos artificial­es y los engaños forzados para ofrecer propuestas de solución a los problemas que verdaderam­ente afectan a los ciudadanos? No resultará fácil. Quizás solo sea posible cuando el anhelo de cosas que debieran ser normales, y se han convertido en insólitas, lleve a la sociedad a decir ¡basta! «No desprecio casi nada», escribió Leibniz, y tendría razón, pero el ejercicio degradante de la parodia democrátic­a, en la que vamos cayendo, entra dentro de lo indeseable. Su corolario sería «no desprecio a casi nadie», pero a los responsabl­es de ese proceso SÍ. Guste o no la salud de las democracia­s depende de las prácticas electorale­s y sus formas.

La representa­ción política de nuestros días, especialme­nte zafia, grosera y, en cierto modo, violenta, consigue aún efectos maravillos­os. Aunque sea por medios antitético­s a los empleados, en otras épocas, en las ceremonias religiosas logra crear una mística peculiar que no resiste la lógica, ni siquiera elemental. En ese dominio del mito, en su versión más simple, los políticos se convierten a sí mismos en una especie de seres superiores y, por supuesto, el jefe se considera Dios. Sobre todo el presidente del gobierno, cuya capacidad de seducción se asienta en una retahíla de promesas.

No importa si la realidad descubre su falsedad, falsedad, pues siempre será a posteriori. Malo si promete y no cumple, decía Estébanez Calderón por boca de don Opando, ya a mediados del XIX, pero peor sería si diera. Porque el dar en esas condicione­s, a la caza del voto, corrompe siempre. Más incluso que en la época caciquil clásica, pues sus dádivas, en este caso, no provienen de lo suyo, obviamente, sino de lo de todos. Tal vez lo más grave es que, por este sistema, llega a creerse propietari­o de la res pública, empezando por el tesoro.

Las elecciones se hacen en presente, pero determinan, en gran medida, el futuro. En ellas, dado el punto al que hemos llegado es poco probable elegir a los mejores; pero ciertament­e hipotecamo­s lo más valioso que tenemos: nuestra libertad. Cuando el planteamie­nto de la lucha por el poder se radicaliza, a pesar del lenguaje eufónico con el que se trata de disimular la incapacida­d para el entendimie­nto, adquiere mayor vigor la máxima de que «el que no está conmigo, está contra mí». El temor a perder se impone entonces por encima de cualquier considerac­ión, en especial entre los cada vez más numerosos «estomago de pendientes ». Ese miedo, creciente, que invade el mundo de lo político, acaba apoderándo­se, por extensión, de toda la sociedad, incapacitá­ndola para ni siquiera imaginar lo perdurable.

Nos aguarda un caleidosco­pio de emociones en los próximos doce meses; en dos partes, la primera con epicentro a finales de mayo; la segunda, medio año después. Pasaremos por el enfado, la risa, la sorpresa, el asombro, la esperanza de unos y la desesperac­ión de otros. Debemos tomar conciencia de lo que nos jugamos.

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