La caricia de una mano
Es la casualidad, la maldita casualidad de que una lluvia incesante y repentina provoque que Mia busque refugio en un bistró a la espera de que amaine. Pero suenan los primeros disparos y, pronto, el suelo del restaurante aparece sembrado de cadáveres y heridos. Mia y otros pocos consiguen sobrevivir al atentado terrorista, pero estas existencias han quedado irremediablemente marcadas para siempre por la tragedia. O, al menos, hasta que algo o alguien les permita iniciar el duelo, como le sucede a una adolescente que lo consigue tras descubrir y llorar cierto cuadro. Porque las víctimas de actos como este no solo son quienes mueren en ellos, también los que se salvan de manera en ocasiones milagrosa así como sus núcleos familiares y sociales más cercanos. Porque Mia, que no recuerda apenas lo sucedido, decide abandonar a su pareja, dejar el trabajo y volcarse en recuperar esa memoria del título, al igual que otras personas buscan las suyas en un París indefenso. Desde la de la propia Mia hasta la de un inmigrante sin papeles (resulta interesante cómo la directora conecta la historia principal con las de hombres y mujeres procedentes de otros países que viven una realidad muy distinta y en una orbe áspera y miserable) que intentó reconfortarla mientras sucedía la masacre. Hay, sin embargo, otras decisiones discutibles, por ejemplo, muchos intuirán pronto que Mia y el personaje que interpreta Magimel están «condenados» a terminar juntos, pero, de nuevo, una casualidad, ahora bendita. Cerca de la Torre Eiffel, Mia consigue cerrar el círculo simplemente cogiendo una mano que ya no es anónima, sino necesaria.
Carmen L. LOBO