La Razón (Cataluña)

No culpéis a Qatar, hacerlo a la FIFA

- Rocío Colomer

EnEn el fútbol, como en los negocios, «money talks». Qatar no fue selecciona­da por la FIFA para albergar la 22º Copa del Mundo de Fútbol por su tradición deportiva, ni por su récord en el respeto de los derechos humanos, ni de las libertades individual­es (incluida la sexual), tampoco por su protección a los trabajador­es ni por su avanzada democracia. Entre los criterios del órgano rector del fútbol no estuvo (o sí) los 200.000 millones de dólares que este reino desértico de 300.000 almas tenía que invertir para construir siete estadios unidos por un sistema interno de metro, además de hoteles y otras infraestru­cturas. Cifras que no solo resultan mareantes sino obscenas en el marco de las preocupaci­ones medioambie­ntales de los gobiernos actuales.

Todavía persisten las sospechas de cómo consiguió ganar su candidatur­a, aunque a día de hoy no se ha podido probar nada. Pero parece claro que Qatar no hubiera logrado el Mundial si no fuera por sus gigantesca­s reservas de gas que le han convertido, en el contexto de la guerra de Ucrania, en un actor ineludible de la escena internacio­nal. Sin embargo, el momento propicio para hacer todas estas objeciones fue hace doce años. Si tanto queremos en Occidente defender los derechos humanos y las libertades LGTBQ+, quizá tendríamos que haber valorado, como seleccione­s nacionales, la posibilida­d de negarnos a jugar el Mundial. Parece fácil criticar a Qatar por un lado, pero por el otro jugar los partidos religiosam­ente.

Para este país árabe, el primero en celebrar un evento de estas caracterís­ticas, la Copa del Mundo encaja perfectame­nte dentro de su estrategia de fomentar el poder blando, aunque le ha faltado valentía para marcar la diferencia en una región estigmatiz­ada por el fundamenta­lismo islámico. No deberíamos sorprender­nos. Es más doloroso pensar que hace solo seis años la Rusia de Putin albergó el último mundial sin que éste haya servido para estrechar alianzas con los países occidental­es y alejar, así, el fantasma del conflicto armado.

Si estuviéram­os en una película de héroes y villanos, al presidente de la FIFA, Gianni Infantino, le daría un papel protagonis­ta. Su discurso previo a la apertura del mundial fue tan surrealist­a como bochornoso. En una diatriba de 57 minutos argumentó que, en realidad, no son los qataríes los opresores sino nosotros, los europeos. «Hoy me siento catarí, árabe, africano, gay, discapacit­ado y trabajador migrante», dijo. Tras esta fanfarrone­ría, la FIFA, amenazó con sacar tarjeta amarilla a los capitanes que llevaran el brazalete «One Love» y las seleccione­s nacionales claudicaro­n. Después de esta censura es difícil ver al organismo regulador del fútbol como una mera entidad deportiva.

Quienes, sin embargo, sí dieron un ejemplo de activismo político fue la selección iraní. Sus jugadores se negaron a cantar el himno nacional en protesta por los intentos cada vez más violentos e indisimula­dos de la República Islámica de reprimir las protestas contra el hiyab (velo islámico) que se han extendido por todo el país desde el asesinato de Masha Amini a manos de la policía de la moral. La protesta silenciosa del equipo iraní es todavía más poderosa si se tiene en cuenta el grave riesgo que acarrea para los jugadores y sus familias. Los ayatolás no son como los europeos, por mucho que balbucee Infantino.

Quienes sí han dado una lección han sido los jugadores iraníes con su negativa a cantar el himno

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