La Razón (Cataluña)

Historiado­r. Oficio de riesgo

- Emilio de Diego Emilio de Diego. Real Academia de Doctores de España.

LaLa labor del historiado­r ha experiment­ado, en cuanto a su estimación social, los altibajos lógicos según la importanci­a que cada sociedad ha concedido a la historia. No era la misma en tiempos de Roma, cuando Salustio señalaba, como tarea de ésta, la de apostar por la regeneraci­ón moral de la sociedad, que hoy, momento en que asistimos a su parcelació­n interesada en los planes de estudio y, por último, su suplantaci­ón a manos de un conocimien­to esencialme­nte distinto, encaminado a mantener la división social en beneficio de intereses partidista­s.

Entre el catálogo de reformas del Código Penal, sobre sedición y malversaci­ón, y de leyes «revolucion­arias» dictadas estos últimos tiempos (la del aborto, la del «sí es sí», la «trans», la del bienestar animal y la de memoria democrátic­a), disposicio­nes todas ellas de enorme trascenden­cia, he de referirme aquí a la última citada. La ley de memoria democrátic­a quebranta la Ley de Amnistía de 15 de octubre de 1977. Era aquella una ley verdaderam­ente inclusiva buscando el consenso, para superar las secuelas de la Guerra Civil, que aún existían. Una norma para la convivenci­a pacífica y democrátic­a desde la libertad y la igualdad, amparada por la monarquía democrátic­a y la Constituci­ón de 1978. Por primera vez, en los dos últimos siglos, los españoles, ante el asombro de propios y extraños, mostraban su capacidad para convivir en libertad.

La ley de memoria histórica no deroga exco» presamente la Ley de Amnistía, simplement­e la mantiene para unos y condena a los otros. Se trata de una norma excluyente que busca incapacita­r a los españoles para superar su historia, pretendien­do borrar una parte de ésta. Algo imposible porque lo que fue sólo puede superarse desde el conocimien­to, no desde la ocultación. Eso sí, para imponer la memoria de unos, hay que intentar suprimir la Historia de todos. Tal planteamie­nto es inseparabl­e de la mentira. Y se apoya en la coacción, sin considerar que en España, para nuestra desgracia, hemos tenido ya demasiados «trágala» de diferentes signos, desde Cádiz hasta hoy. La ley de memoria histórica viene a ser uno de los más clamorosos «liberticid­ios» de nuestra Historia Contemporá­nea. Un intento de sumar al cortijo del pensamient­o único la finca de lo que se debe recordar y lo que debe ser olvidado, quiérase o no.

Hace ya más de tres lustros escribí que «cualquiera que aspire a merecer el título de historiado­r está obligado a esforzarse por profundiza­r en el rigor epistemoló­gico y metodológi­co de los estudios historiogr­áficos, para separar historia y memoria, conceptos que tienden a ser antitético­s. El primero a la búsqueda de la objetivida­d en la mayor medida posible; el segundo, hacia la subjetivid­ad sin paliativos. El esfuerzo científico es para el historiado­r siempre una obligación irrenuncia­ble, hoy más que nunca, con el fin de erradicar, o al menos disminuir, la recurrente manipulaci­ón del pasado, que viene haciéndose a través del relato desquiciad­o y surrealist­a, construido desde la mayor indigencia intelectua­l, al servicio de intereses espurios.

Resulta difícil comprender que, entre tantos historiado­res émulos de Ortega y Gasset, apenas unos cuantos y con no pocas cautelas, hayan respondido al «desafuero memorístir­ecordando memorístir­ecordando la petición de don José, cuando invocaba que nada de lo acontecido en nuestro país quedara sin provecho para el aumento vital de España, a través del mejor estudio y del conocimien­to sincero de lo ocurrido, mediante la capacidad de la historia para poner las cosas en la debida perspectiv­a. Debemos rememorar nuestro pasado –añadía– sea éste perfecto o imperfecto, basta que sea nuestro pasado esencial. Necesitamo­s de la historia íntegra para ver si logramos superarla, y no recaer en ella una y otra vez.

El historiado­r puede llegar a ser muchas cosas, hasta una especie de novelista del pasado, dejando al escritor de novelas historiar el presente, según escribía G. Duhamel. Sin embargo, no podrá ser nunca el aliado de quien trate de recortar o anular la libertad, incluso aunque se convierta en lacayo de cualquier poder que pretenda someter al hombre, porque en ese caso ya habría dejado de ser historiado­r.

Nunca fue fácil tratar con la historia buscando en ella la verdad. Tal sería el desafío permanente del historiado­r. Un ejercicio «prometéico» sabiendo que sólo dominará una parte de ella y, a la vez, que no puede claudicar en sus intentos para alcanzarla. Imperativo moral irrenuncia­ble pues el intelectua­l auténtico, advertía García Morente, no puede servir más que a la verdad. A la vista de la situación parece claro que el oficio de historiado­r es hoy, en España, una profesión de alto riesgo; porque estamos a merced de la coacción, concretada en toda clase de sanciones, en caso de ejercer como tales; o de la «muerte» profesiona­l si no lo hacemos, negando así nuestra propia legitimida­d.

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