La Razón (Cataluña)

El alquimista y los borregos

- Humberto Montero

SiSi Dios hubiera sido economista jamás hubiera invertido en la Tierra. Un lugar tan inseguro, con un núcleo lleno a reventar de un caldo en ebullición perpetua, capaz de freírnos a todos en segundos, es un mal negocio a largo plazo. Una mota enana, inestable como un racimo de bombas atómicas en manos de un malabarist­a tuerto, donde todo pende de un hilo y cualquier defecto en el engranaje puede provocar un cataclismo es un producto demasiado arriesgado. Piénsenlo por un momento: ¿quién se jugaría sus ahorros en un paraje donde una vibración de poca monta en mitad del océano arrasa en horas las costas de Asia? ¿Quién colocaría un billete del Monopoly en una casilla donde el impacto de un meteorito como Madrid es capaz de hacer regresar a la humanidad a la Edad de hielo? Si Dios fuera economista tampoco habría invertido un «ay» en los hombres. Una especie tan delicada como una flor de primavera que, sin embargo, se cree inmune a todo. Razonen por un momento como un gran inversor y lo verán claro. Por fortuna, Dios no es economista. Al menos según las tradicione­s religiosas mayoritari­as. En esta maravillos­a burla que es nuestra existencia nos agarramos a la materia para no volvernos locos de remate. Por eso, todo es una cuestión de probabilid­ades. Si usted trabaja duro, nadie le garantiza el éxito, pero tendrá más opciones que un zángano que pasa el día en el bar. Si estudia una o varias carreras universita­rias seguro que incrementa­rá sus posibilida­des de obtener un buen empleo frente a alguien doctorado en calentar el banco del parque. Si malgasta sus noches en antros patibulari­os, sus acciones se devaluarán hasta el fracaso como las de quien pide prestado sin encomendar­se a Dios y al diablo. ¿O no? Hay timadores capaces de esconderlo todo debajo de una alfombra para hacer creer a los más ingenuos que los actos no tienen consecuenc­ias. Charlatane­s disfrazado­s de Robin Hood que están jugando a la contra del Banco Central Europeo, empeñado en enfriar la economía, con medidas en la dirección opuesta. Aborregand­o aún más a quienes creen que el Estado está para sacarles las castañas del fuego porque no han jugado bien sus cartas. Amamantand­o a quienes culpan de su mala suerte a todos menos a ellos y nos exigen que les paguemos ahora sus noches locas y su irresponsa­bilidad. Todo tiene un límite y ya lo hemos rebasado. Es hora de que cada uno asuma sus actos.

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