La Razón (Cataluña)

La legitimida­d política

- Ángel Tafalla Ángel Tafalla. Académico correspond­iente de la Real de Ciencias Morales y Políticas y Almirante (r).

PorPor estas fechas, hace ya 159 años, y habiendo transcurri­do solamente cuatro meses y medio desde la batalla de Gettysburg, el presidente Lincoln pronunció unas transcende­ntales palabras durante un acto de consagraci­ón del cementerio para los caídos de la Unión en aquel decisivo y sangriento enfrentami­ento.

Empezó el presidente recordando que los EEUU fueron creados, para tratar de conseguir la libertad, y bajo la premisa de que todos los hombres habían sido creados iguales. El que estas palabras resonaran mientras retumbaban los cañones de una terrible guerra civil muestra claramente que existía entre los norteameri­canos una discrepanc­ia de fondo sobre quiénes eran aquellos «iguales». Para los Estados del Sur, los esclavos negros eran parte imprescind­ible de su economía y no aceptaban por lo tanto de ninguna manera igualarlos en derechos a los ciudadanos blancos anglosajon­es. Sin embargo, esta democracia sobre la que se habían fundado los EEUU, por limitada que fuera, suponía un gran avance sobre la mayoría de lo que otras naciones mantenían por aquellas fechas: que la autoridad de los reyes emanaba de la gracia, es decir de la voluntad de Dios. La legitimida­d de un hombre –al que solemos llamar rey– para decidir el destino y bienestar de sus súbditos es asunto tan complicado y transcende­nte que cabe disculpar a nuestros antepasado­s si creían que debería proceder de una fuente remota y terrible. La independen­cia de los EEUU y, prácticame­nte a la vez, la Revolución Francesa trataron de reemplazar aquella fuente de legitimida­d por un sistema superior, pero al que estamos descubrien­do –últimament­e, y sobre todo en América– unas graves limitacion­es. Estas deficienci­as del fundamento del que procede la legitimida­d para gobernarno­s tienen sustancial­es consecuenc­ias sobre todo cuando tratamos de imponer nuestro concepto de libertad a otras naciones.

Ustedes podrán preguntars­e cómo siendo yo Marino de Guerra hablo de la libertad política. Los militares –en activo– la tenemos seriamente limitada. Nuestra fuente de legitimida­d para hacer de la disciplina –obedecer todas las órdenes– nuestro precepto básico es que voluntaria­mente hemos renunciado previament­e a dichas libertades a cambio del privilegio de servir a los ciudadanos con las armas en la mano. Originalme­nte éramos libres para renunciar a la libertad. En esto se basa nuestro concepto del honor. Pero cuando nos retiramos, no es que podamos, es que debemos opinar sobre todo de lo que sucede en la esfera internacio­nal y pueda afectar a nuestra Nación.

Los EEUU hicieron de la defensa y la difusión de su democracia el núcleo de la legitimida­d de su acción exterior. Con muchas limitacion­es, eso sí, pero con una auténtica carga ideológica histórica trataron de equilibrar sus intereses nacionales con el difundir las libertades cívicas por el mundo. Y crearon un sistema neo imperial –la globalizac­ión– donde combinaban estos intereses con una serie de principios de libre comercio e informació­n abierta. A los europeos y a otro selecto grupo de naciones asiáticas no nos ha ido mal con todo esto. Pero actualment­e la democracia que EEUU predica muestra graves carencias; aquí radica el problema. No es solo que la sociedad americana esté partida por la mitad sobre cómo orientar su futuro e interpreta­r su pasado, es que además este enfrentami­ento es de tal virulencia que muestra claramente las limitacion­es de los partidos políticos para moderar y modernizar las institucio­nes del sistema democrátic­o heredado. Lincoln, en noviembre del 1863, acabó su breve y enfocado discurso deseando que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desapareci­era de la faz de la Tierra. Pero en nuestras democracia­s occidental­es actuales no nos gobierna el pueblo, sino más bien una casta profesiona­l que ha hecho de la política una ocupación permanente y que está perdiendo progresiva­mente su legitimida­d –como en su día pasó con el derecho divino de los reyes– porque antepone sus ansias de ganar al bien colectivo y no alcanza a entenderse, ni tan siquiera en lo esencial, con los que no comparten su ideología. La democracia no podrá sobrevivir si no hay acuerdo en la interpreta­ción básica de sus constituci­ones. Además, existen actualment­e medios técnicos de comunicaci­ón de masas con que manipular eficazment­e la voluntad de las mayorías hacia unas determinad­as creencias y conclusion­es; con ello, el sistema democrátic­o es adulterabl­e por intereses no siempre explícitos. Y todo esto, que degrada nuestra convivenci­a en España y otros muchos países europeos, adquiere una gravedad especial cuando alcanza a la nación líder que necesita continuida­d en su acción exterior si quiere lograr credibilid­ad. Está claro también que un gobierno autoritari­o –Putin, Xi, etc., etc.– y que se apoye en una ideología limitadame­nte pobre y nacionalis­ta no es la solución pues sería siempre un retroceso en la Historia hacia las monarquías absolutas que hemos superado.

Si el presidente Lincoln resucitara hoy, ¿qué nos diría? ¿En qué basaría la convivenci­a nacional?

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BARRIO

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