La Razón (Cataluña)

Con el móvil por sombrero

- Javier Sierra Javier Sierra es Premio Planeta y autor de «Roswell, secreto de Estado».

CuandoCuan­do las cosas no van bien, es humano levantar la vista del suelo y pedir clemencia a los dioses. Lo hacemos desde antes que hubiera Historia y, aunque parezca extraño, seguimos haciéndolo en tiempos del metaverso. Lo comprobé hace unos días, cuando votantes descontent­os del presidente Bolsonaro se reunieron frente al Comando Militar de Porto Alegre con la mirada vuelta a las estrellas. No eran muchos. Apenas una veintena. Las cámaras los tenían rodeados mientras ellos, a lo suyo, hacían señales con sus móviles para llamar la atención de los extraterre­stres. Parecían sacados de una de esas exóticas sectas de los ochenta. Cantaban, agitaban sus terminales sobre la cabeza y, a voz en grito, les pedían que detuvieran el ascenso de Lula al poder. Aquello se convirtió, claro, en la chanza del momento. La seguí en informativ­os y en redes. Pero, como suele suceder en estos casos, nadie dio contexto al incidente de Brasil. Y es que aquella plegaria no fue tan rara como parecía. Valga esta pequeña historia para justificar­la.

Durante décadas, el rey más rico de la Tierra, un hombre con un patrimonio que supera los 4.500 millones de dólares, dueño de la mayor colección privada de arte (unos 1.600 lienzos de Rembrandt, Rubens, Rafael…), ha vivido también preocupado con la idea de comunicars­e con inteligenc­ias de otros mundos. Su Alteza Serenísima el príncipe Hans Adam II de Liechtenst­ein ha financiado estudios sobre ovnis, tratando incluso de recuperar informació­n sobre el llamado «caso Roswell» o impulsar informes sobre el número de potenciale­s abducidos que podrían esconderse en Norteaméri­ca.

La pasión del soberano de Liechtenst­ein – hoy también su Jefe de Estado– fue siempre un paso por delante de la búsqueda de pruebas científica­s sobre los ovnis. Jacques Vallée, «padre» de la rama más seria de la investigac­ión de este misterio, miembro del equipo de creadores de ARPANET (la semilla militar de nuestra internet) e inspirador del inmortal profesor Lacombe de Encuentros en la Tercera Fase de Spielberg, reveló en uno de sus diarios lo implicado que Su Alteza ha llegado a estar en este asunto.

En noviembre de 1989, Vallée se reunió con él. Se citaron en el castillo de Vaduz, junto a uno de los acantilado­s más hermosos de los Alpes. Almorzaron, tomaron café y su sobremesa se extendió hasta bien entrada la madrugada, sin abandonar ni un minuto el debate ufológico. Su conversaci­ón atravesó todos los tópicos. Aquel otoño la agencia Tass soviética vomitaba sin parar noticias sobre ovnis; en Estados Unidos se especulaba incluso con la existencia de un «pacto secreto» de la administra­ción de George W. Bush con una potencia alienígena, y ninguno evitó el debate.

Llegado el momento, Hans Adam II le confirmó que, de niño, había sido testigo del aterrizaje de «una nave» y que aquello prendió la mecha de un interés que terminaría salpicando a toda la familia. Una tía suya vio otra en Múnich. Y uno de sus primos también. El asunto nunca fue un secreto. En declaracio­nes del príncipe al diario suizo Tages Anzeiger, reflexionó en varias ocasiones sobre la cuestión. «Me parece lógico que en nuestra galaxia, con sus miles de millones de sistemas solares, que son miles de millones de años más antiguos que el nuestro, haya civilizaci­ones que estén técnicamen­te muy por delante de nosotros», dijo. Aunque cuando fue preguntado por el alcance de sus propias investigac­iones, añadió algo intrigante: «Ya sabemos teóricamen­te cómo funcionan estos ovnis y cómo se pueden superar grandes distancias para las que la luz tarda décadas. Sin embargo, para ello hay que ser capaz de generar un campo gravitacio­nal propio en un espacio pequeño, y eso no podremos reproducir­lo en un futuro inmediato».

En su diario Ciencia prohibida, Vallée explica que el príncipe no solo no dudó nunca de la realidad del fenómeno, sino que admitió que «ellos», las inteligenc­ias detrás de los ovnis, llevan tiempo estudiándo­nos. «Hay un poder extraterre­stre que vigila y controla los esfuerzos de la humanidad para conquistar el espacio», le dijo para asegurar a renglón seguido que «parece también que una raza extraterre­stre genéticame­nte degenerada visita la Tierra con la intención de secuestrar a seres humanos y poder curarse con ellos».

Solo dos años después de aquella cita, Su Alteza Serenísima se unió al empresario aeroespaci­al Robert Bigelow para aportar el millón de dólares que costaba una encuesta de la Roper Organizati­on en EE.UU. sobre «experienci­as personales inusuales». Preguntaro­n a 5.947 personas si habían sentido alguna vez que sus cuerpos se quedaban rígidos en la cama mientras eran observados por «algo» o «alguien», o si sufrían lagunas de memoria, o incluso si habían encontrado cicatrices en su cuerpo que no recordaban haberse hecho. Aquel estudio, que fue enviado a centros de salud de todo el país, concluyó que alrededor de 3,7 millones de americanos presentaba­n síntomas compatible­s con una abducción alienígena. Pero pese a lo espectacul­ar de la cifra, el trabajo terminó –como tantos otros financiado­s por él, Bigelow o Lawrence Rockefelle­r– en un cajón. Olvidado. Sin uso. Sin repercusió­n alguna para lograr un contacto. «Por eso me he retirado de la investigac­ión ovni», declaró hace poco Hans Adams II al Tages Anzeiger.

Su Alteza Serenísima no pudo imaginar entonces que, al bajar la vista al suelo, estaba dejando vía libre a los que ahora buscan cambiar la política de Brasil poniéndose sus móviles por sombrero. El contexto, pues, nos dice que vamos a peor.

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