Cañerías de la memoria
Hay túneles del tiempo en los que entras sin proponértelo. Parece que te buscan, que te estaban esperando. El vehículo no es nada sofisticado: la portada de una revista, la noticia de un digital, la tele. Y en menos de un segundo te encuentras en otro lugar, en una época distinta, en el territorio de doble filo de la infancia o la juventud. Porque un rostro del pasado ha vuelto y ha abierto con fuerza una puerta que estaba sepultada por otras miles. Regresa al guiso de la actualidad Jeanette, que antañazo fue tótem televisivo y lluvia en el cristal de la ventana de un cuarto piso de Chamberí. Aquella Jeanette, la de entonces, era breve y misteriosa, cantaba canciones tristísimas con una boca que te perseguía en sueños y tenía el añadido de un acento… en fin, ese acento suyo. Así la recuerdo cuando, después de leer sorpresivamente su nombre entre los de políticos y deportistas, en el meollo palpitantede la información diaria, su imagen ilumina mi cabeza. Jeanette triunfó en una España otra. En un país que salía maltrecho de las fauces de una bestia y luchaba por mantener la luz encendida mientras, de fondo, como un pitido horrísono, cuchicheaban los sables, alacranes igual de negros que la morada del hombre del saco.
Aquella muchacha parida en Londres, resultado del cruce de sangre española y belga, cosmopolita, que llegó a Barcelona desde los por entonces inalcanzables Estados Unidos, fue una espléndida noticia para nuestros oídos y ojos. Y a pesar de ello, a veces evitabas escucharla para no romperte. Porque su voz, y lo que decía, te dañaba. Era un punzón. Cantaba sobre el amor después del amor, sobre la muerte del fuego, y una parte de ti se agarraba a aquellos corazones demolidos y se dolía por lo irreparable de ese siniestro total. Pero es que entonces éramos tan ingenuos que buscábamos finales felices en las canciones de desamor, que es como pretender encontrar a la mujer o al hombre de tu vida a golpe de ruegos o tarjeta de crédito.
Ahora, Paloma Concejero la ha inmortalizado en un documental, «Soy rebelde» –como la canción de Manuel Alejandro que la metió en todas las casas–, con el que reivindica a las mujeres españolas que se empezaron a liberar de sus grilletes en la Transición y que la tiene a ella por mascarón de proa. A la Jeanette que fue, menuda pero inabarcable, valiente, con aquella estampa desolada, por más que ella asegure que en esos años era muy feliz. Jeanette somos un poco todos los que, vestidos de domingo, inauguramos –activamente o no, bastaba con estar allí, en ese momento– una era que nos ha traído hasta aquí. Una era que hoy nos parece irrelevante, que damos por asumida. Y ahí está el error: nada bueno ha de darse jamás por hecho; la estabilidad y la felicidad no nos pertenecen en modo alguno. Son como un pájaro que, sin previo aviso, puede alzar el vuelo y dejarnos heridos de muerte. Pues todo lo grato es extraordinario, un accidente, lo normal es la caída y el caos.
En la alucinada «Cría cuervos», de Carlos Saura, la voz de Jeanette era la guinda de tristura a una historia de autoflagelación y ajuste de cuentas con los muertos. O así, al menos, la recuerdo ahora. Pero sucede que las cañerías de la memoria son caprichosas y aun mendaces, y a veces se atascan y reescriben instantes que en su día fueron cruciales. Otras, en cambio, están despejadísimas como mañana de julio y permiten que circule lo vivido igual que el agua sin cadenas de un río. Ayer, el corazón se puso triste porque alguien se iba; hoy, ese mismo corazón sonríe porque alguien ha vuelto. Frente a frente, gana la dicha. Así debe ser mientras llevemos con nosotros esa monótona pero imprescindible percusión dentro del pecho.
«Aquella muchacha fue una espléndida noticia para nuestros oídos»
«Jeanette somos todos porque con ella inauguramos una era»