La Razón (Cataluña)

Cañerías de la memoria

- Javier Menéndez Flores

Hay túneles del tiempo en los que entras sin proponérte­lo. Parece que te buscan, que te estaban esperando. El vehículo no es nada sofisticad­o: la portada de una revista, la noticia de un digital, la tele. Y en menos de un segundo te encuentras en otro lugar, en una época distinta, en el territorio de doble filo de la infancia o la juventud. Porque un rostro del pasado ha vuelto y ha abierto con fuerza una puerta que estaba sepultada por otras miles. Regresa al guiso de la actualidad Jeanette, que antañazo fue tótem televisivo y lluvia en el cristal de la ventana de un cuarto piso de Chamberí. Aquella Jeanette, la de entonces, era breve y misteriosa, cantaba canciones tristísima­s con una boca que te perseguía en sueños y tenía el añadido de un acento… en fin, ese acento suyo. Así la recuerdo cuando, después de leer sorpresiva­mente su nombre entre los de políticos y deportista­s, en el meollo palpitante­de la informació­n diaria, su imagen ilumina mi cabeza. Jeanette triunfó en una España otra. En un país que salía maltrecho de las fauces de una bestia y luchaba por mantener la luz encendida mientras, de fondo, como un pitido horrísono, cuchicheab­an los sables, alacranes igual de negros que la morada del hombre del saco.

Aquella muchacha parida en Londres, resultado del cruce de sangre española y belga, cosmopolit­a, que llegó a Barcelona desde los por entonces inalcanzab­les Estados Unidos, fue una espléndida noticia para nuestros oídos y ojos. Y a pesar de ello, a veces evitabas escucharla para no romperte. Porque su voz, y lo que decía, te dañaba. Era un punzón. Cantaba sobre el amor después del amor, sobre la muerte del fuego, y una parte de ti se agarraba a aquellos corazones demolidos y se dolía por lo irreparabl­e de ese siniestro total. Pero es que entonces éramos tan ingenuos que buscábamos finales felices en las canciones de desamor, que es como pretender encontrar a la mujer o al hombre de tu vida a golpe de ruegos o tarjeta de crédito.

Ahora, Paloma Concejero la ha inmortaliz­ado en un documental, «Soy rebelde» –como la canción de Manuel Alejandro que la metió en todas las casas–, con el que reivindica a las mujeres españolas que se empezaron a liberar de sus grilletes en la Transición y que la tiene a ella por mascarón de proa. A la Jeanette que fue, menuda pero inabarcabl­e, valiente, con aquella estampa desolada, por más que ella asegure que en esos años era muy feliz. Jeanette somos un poco todos los que, vestidos de domingo, inauguramo­s –activament­e o no, bastaba con estar allí, en ese momento– una era que nos ha traído hasta aquí. Una era que hoy nos parece irrelevant­e, que damos por asumida. Y ahí está el error: nada bueno ha de darse jamás por hecho; la estabilida­d y la felicidad no nos pertenecen en modo alguno. Son como un pájaro que, sin previo aviso, puede alzar el vuelo y dejarnos heridos de muerte. Pues todo lo grato es extraordin­ario, un accidente, lo normal es la caída y el caos.

En la alucinada «Cría cuervos», de Carlos Saura, la voz de Jeanette era la guinda de tristura a una historia de autoflagel­ación y ajuste de cuentas con los muertos. O así, al menos, la recuerdo ahora. Pero sucede que las cañerías de la memoria son caprichosa­s y aun mendaces, y a veces se atascan y reescriben instantes que en su día fueron cruciales. Otras, en cambio, están despejadís­imas como mañana de julio y permiten que circule lo vivido igual que el agua sin cadenas de un río. Ayer, el corazón se puso triste porque alguien se iba; hoy, ese mismo corazón sonríe porque alguien ha vuelto. Frente a frente, gana la dicha. Así debe ser mientras llevemos con nosotros esa monótona pero imprescind­ible percusión dentro del pecho.

«Aquella muchacha fue una espléndida noticia para nuestros oídos»

«Jeanette somos todos porque con ella inauguramo­s una era»

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