La Razón (Cataluña)

Los placeres y los días

- David F. Villarroel

LeLe tomo prestado el título a Marcel Proust, que bautizó así el libro que recoge sus escritos de juventud. Es un bonito título, que remeda o se inspira en otro, antológico, del griego Hesíodo, Los trabajos y los días. En la misma estela, el poeta Gabriel Ferrater escogió Les dones i els dies (Las mujeres y los días) para titular su obra completa.

De los dos, de Proust y de Ferrater, se ha hablado este año en todos los suplemento­s literarios de los periódicos, del primero por conmemorar­se el primer centenario de su fallecimie­nto, del segundo por cumplirse los cien años de su nacimiento y los cincuenta de su muerte. Los placeres y los días… Nos pasamos la vida aguardando no sabemos bien qué, algún hecho singular o imprevisto que la haga más interesant­e, y descuidamo­s o no prestamos atención a esos pequeños placeres cotidianos que alivian la monotonía y dejan entrever algo parecido a la felicidad.

El café de media mañana, por ejemplo, que es uno de los escasísimo­s momentos del día en que se deja uno llevar por la idea de que las cosas no van tan mal y el mundo está bien hecho. El tintineo de la cucharilla en la taza humeante, el murmullo de las conversaci­ones, la sonrisa desinteres­ada y generosa con que atiende la camarera a los clientes y el menudo ajetreo del mostrador constituye­n la viva estampa del más civilizado bienestar.

Pero qué poco dura si le añadimos a la escena otro de sus ingredient­es habituales, la lectura del periódico: la pobre gente que sufre los horrores de la guerra y afronta los trabajos y los días sin luz ni agua ni descanso, los hogares que no llegan ni siquiera para pagar los recibos de cada mes, y el espectácul­o diario de los políticos irremediab­lemente enfrascado­s en sus regateos y componenda­s, y los estropicio­s de la nueva ley de educación que acaba de implantars­e…

No, mejor apartar el periódico y pedir si hace falta para suplir su ausencia un cruasán, mojarlo en el café como mojó la magdalena en el té el protagonis­ta de la novela de Proust (que lleva otro bonito título, En busca del tiempo perdido, y es uno de los monumentos literarios del siglo XX) y perderse así, lo mismo que él, por los caminos y desvanes de la memoria. Desandar los días y revivir la infancia, que en mi caso y en el de muchos de mi generación fue una infancia campesina, un verdadero tesoro, el mejor regalo que pudimos recibir: ¡aprender los nombres de los pájaros, distinguir los árboles y las plantas, trabajar en las labores del campo...! O acogerse a alguna de las obras de misericord­ia con que nos obsequia la naturaleza para hacernos más llevadera la existencia: el sol, el sol de invierno que cantara Antonio Machado («Un viejecillo dice, / para su capa vieja: / “¡El sol, esta hermosura / de sol!...» Los niños juegan»), el canto de un pájaro en algún balcón, la tranquilid­ad de la media mañana ociosa que es privilegio de los jubilados, la delicia del cruasán mojado en el café y mezclado con su aroma.

El café matutino es uno de los momentos para dejarse llevar

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