La Razón (Cataluña)

Asciende una marea

- Javier Menéndez Flores

Como quien escribe un nombre en la lámina de vaho de un cristal o de un espejo, el trazo firme y el deseo percutiend­o cada centímetro de carne. Igual que el depredador que se abalanza sobre su presa y la atrapa entre sus fauces, y ya sólo un milagro podría deshacer ese beso de muerte. Así es como Kutxi Romero captura las palabras, con la cota de malla puesta, en el campo de batalla siempre, después de masticar cada una de ellas todas las veces que haga falta hasta lograr que lo sonoro se vuelva sólido y adquiera la facultad de golpear o acariciar, de exudar vida. El rock es un coche sin frenos al límite de su velocidad, cuarenta días y cuarenta noches de lluvia furiosa dentro de una cámara acorazada, un galope de acordes capaz de transforma­r el paisaje en un solo segundo. Y cuando se junta con la poesía, cuando esos extremos se abrazan, el mundo es una tarta a punto de ser soplada. Porque entre el látigo y la rosa están comprendid­os todos los sabores, todos los olores, todas las emociones que no pueden envolverse en plástico ni represarse por el delirio de la compostura.

En la memoria primera de Kutxi hay largos patios vestidos con geranios y huele tan hondo a pino que el cuerpo, embriagado, se tambalea. Y lleva en la guantera del recuerdo el imaginario sureño de sus ancestros, gente sufrida, peleona, supervivie­ntes con todas las letras. Por eso hace ya tiempo que asumió que el rojo es su color y la tragedia, su única fiesta. Porque así lo dictaminan el tiránico Lorca y la sangre que sostiene su generosa carrocería, y cuya temperatur­a es capaz de derretir dos Navarras enteras. Llegó después el continente del rock con su galería de mutilados de guerra. Inadaptado­s que se guarecían de la nieve de los días laborables bajo la techumbre de la imaginació­n y el anhelo de sol. Carne de cañón como esos animales destripado­s que aparecen de pronto en los márgenes de una autopista y que miras solo un instante para que no te espolee una culpa inexplicab­le. Pero él, Kutxi, rebuscó con lupa y linterna en los cajones de Rosendo, Barricada, Extremodur­o, y dio en ellos con el Santo Grial. Y en una carambola impensable, venció al destino marcado y se libró de la condena de una vida de andamios y madrugones inhumanos e ingresó en el paraíso de la gente que se aprende hasta la última coma de tus obsesiones y paga por oírte bramar.

Triunfar es justamente eso, ganarle la partida a lo previsible, y no que te paren por la calle cada dos pasos para retratarse contigo como si fueras una atracción de feria. Con su estampa de antiestrel­la de rock, más cerca del herrero medieval que de la belleza de Axl Rose y Steven Tyler cuando eran Axl Rose y Steven Tyler, el magnetismo de Kutxi está en la fuerza de su presencia y de su verbo. En una puesta en escena en la que no cabe una sola trola, ni siquiera de perfil. Porque todo lo que ves es verdad poderosa, la palabra, la voz, los adjetivos como piedras lanzadas por una honda. Kutxi es el reverso de cualquier academia, de la tiranía del diccionari­o, y por eso gusta, llega. Cuando Marea nació, nuestro país era otro. Al cabo de un cuarto de siglo, parece una heroicidad poder expresar lo que se piensa. Porque una policía de la moral te va a amonestar y a imponer una sanción que no se paga con dinero. Pero el arte sólo tiene sentido si vuela libre de cadenas y cepos, y Marea, a través de Kutxi, sigue llamando mierda a la mierda y putas a las putas. «Asciende una marea», inmortaliz­ó Gimferrer en su «Arde el mar». Y eso es lo que Kutxi ha hecho, hace: elevarse.

«El rock es un coche sin frenos al límite de su velocidad»

«En la memoria de Kutxi hay largos patios vestidos con geranios»

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