Isabel Díaz Ayuso

Si siento admiración por el alcalde de Madrid, por nuestra presidenta de la comunidad tengo auténtica devoción. Es inteligente (mucho); sencilla (se le entiende todo); sin complejos frente a la izquierda de caviar y la otra, la desnortada y filocomunista; es guapa (su sonrisa no es forzada, pues sonríe con esos ojos preciosos con los que vislumbra la política madrileña y española); y a ella le debemos, de por vida, dos hechos incontestables: la desaparición de la política de Pablo Iglesias (fue tal el batacazo que se retiró de la primera fila y se cortó la coleta, como los toreros, pero salvando las distancias a favor de los toreros, claro) y la abducción del tal Félix Bolaño, okupa ocasional de los festejos de nuestra comunidad, chulo de barrio y escaso de talante (¿sabe alguien dónde se ha metido? Mejor déjenlo donde está, pues es un alivio no verlo diciendo las banalidades de la voz de su amo).

Además, es una persona honrada que piensa lo que dice, dice lo que ha pensado y actúa en consecuencia con su pensamiento. No engaña a nadie, no vende humo, no suelta la última ocurrencia en campaña para ganarse el voto de quienes se dejan engañar con facilidad. Es un muro de contención contra ese sanchismo mentiroso, cobarde e indecente (si llevar etarras en las listas es legal pero indecente, quien pacta con ellos es indecente, aunque sea legal su acuerdo).

El pueblo de Madrid sabe perfectamente lo que esta mujer vale, lo que ha sido capaz de hacer y lo que, en consecuencia, hará sin duda para bien de los madrileños. Por favor, no hagan que dependa ni de la señorita Adelina (aquella más cursi que un guante, de la grandísima doña Concha Piquer) ni de la única madremédico (guía de los espíritus pobres, pero forrada y mentirosa) porque se trata de elegir la libertad y el progreso. Y estos solo tienen un nombre: Isabel Díaz Ayuso.