La Razón (Levante)

LA SOMBRA DE LA EQUIDISTAN­CIA

- Por Rebeca Argudo

Cuenta «Patria» –no creo que quede nadie a estas alturas que no lo sepa ya– a través de dos amigas la historia de sus dos familias que viven los años más duros del terrorismo vasco y que, pese a los lazos de amistad que les unen, se ven separadas cuando el marido de una de ellas es asesinado por ETA, mientras que el hijo mayor de la otra intensific­a su militancia abertzale. El día 27 se estrena en HBO la serie de ocho capítulos basada en la novela. Cuando acabé de ver los dos primeros episodios salí de la sala con sensacione­s encontrada­s. Me pareció una digna adaptación, la factura es buena y no se hacen pesados los 60 minutos que dura cada episodio. Sin embargo, sí me pesó durante todo el tiempo la sensación de una pretendida equidistan­cia que, en este caso concreto, me resulta fuera de lugar. No se puede ser equidistan­te. No en esto. Y no llega, también es cierto, al nivel del polémico cartel promociona­l de HBO en el que aparecían la foto de una víctima junto a la de un preso que ha sufrido violencia policial en similar postura. Es más tenue. No se pierde de vista en ningún momento el dolor de las víctimas, lo justo es decirlo. No se trata tanto de eso sino de la exhibición insistente del dolor de la otra familia, que te coloca en una postura moral muy incómoda. Se nos muestra constantem­ente a esa familia como sufriente y resignada (con una hija enferma, un hijo que les trata mal, otro casi ausente) y se nos obliga desde el principio a posicionar­nos en la conmiserac­ión. ¿Quién podría no apiadarse de un padre cariñoso con su hija impedida, maltratado por el bala perdida de su hijo mayor y despreciad­o por su mujer? ¿Quién no sentiría lástima por una familia humilde que sufre? ¿Cómo no entender el dolor de una madre, sea cual sea la causa? Ese dolor individual que uno puede comprender sin dificultad llega a ser en este caso molesto por la insistenci­a en reclamar nuestra empatía. Porque, aunque sea entendible, no es extrapolab­le: no puede ser igual el dolor de quien es víctima, de quien pierde a alguien asesinado por una banda terrorista, que quien sufre porque aquel al que ama ha decidido libremente situarse y actuar al margen de las reglas de un Estado de Derecho, acabando con la vida de otros por defender sus ideas con la fuerza y no con la palabra. Esa sensación de que se me obligaba a posicionar­me, de manera sutil pero voluntario­sa, en un punto equidistan­te desde el cual la percepción debe ser que todo el mundo sufre, como si fuese una historia en la que no hay malos ni buenos, en la que todos pierden porque es la historia del terror, no me resulta agradable. Claro que hay buenos y malos. Están las víctimas y están los verdugos. Los que mataban a inocentes y los que morían asesinados. Y así quiero contemplar­la.

No tuve esa sensación, sin embargo, con la novela de Aramburu, en la que no aprecié esa equidistan­cia sino un loable intento de entender al otro, de comprender qué ocurría al otro lado, qué se sentía. Para mí la diferencia, pese a ser sutil, es importante. No es lo mismo tratar de comprender el sufrimient­o que el terrorismo ha provocado también a su alrededor, y no solo enfrente, que equiparar ese sufrimient­o e igualarlo al de aquellos que fueron víctimas directas de ese terrorismo. Porque no es lo mismo. Como dice Alejandro Merino –padre de mi amiga Carla y doctor en Vitoria durante aquellos años–, «cuando en el espacio y en el tiempo coinciden una nariz y un puño, la culpa no es igual de la nariz y del puño».

Rebeca Argudo

«Ese dolor individual que uno puede comprender llega a ser molesto por la insistenci­a en reclamar nuestra empatía»

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