La Razón (Levante)

Los últimos años de María Callas

- Gonzalo Alonso

La Callas fue un fenómeno social. Una figura de un arte minoritari­o que llegó a ocupar las portadas de la Prensa del corazón. Una cenicienta que encontró y perdió su zapato en la lujosa vida social. Pero hoy, por encima de todo, queda su influencia en el arte lírico. Sus interpreta­ciones, en discos o en vídeos de oro, son admiradas, analizadas y desmenuzad­as por aficionado­s y profesiona­les. Desapareci­ó, pero nos dejó una herencia imperecede­ra. Prueba de ello son las películas sobre su vida, las obras de teatro sobre sus clases en la Julliard o la que acaba de estrenar

Boadella en los Teatros del Canal sobre sus últimos años. Repasémosl­os.

En 1966 renunció a la nacionalid­ad americana conservand­o lagriegaco­mo vía preparator­ia para su matrimonio con Onassis. Un matrimonio que a decir de algunos no se produjo por falta de una partida de bautismo de María, cuando todo estaba preparado y ambos se encontraba­n en Londres esperando al sacerdote ortodoxo que llegaba en avión privado de Onassis. Incluso se llegó a hablar de un embarazo frustrado. La entrada en escena de Jacqueline Kennedy acabó de malograr estos proyectos y María se encontró sin una carrera y, según sus palabras, «incluso sin un buen amigo».

En los últimos 60 se proyectó la filmación de su más grande interpreta­ción escénica: Tosca. A última hora se planteó el problema de la existencia de unos derechos exclusivos pertenecie­ntes a una firma alemana cuyo director artístico era Karajan. Afortunada­mente, quedan algunos maravillos­os vídeos de segundos actos de la obra. El cine –una «Medea» con

Pasolini–, las clases de canto en Nueva York y la pésima dirección escénica de una desgraciad­a producción de «Vísperas Sicilianas» en Turín junto a Di

Stefano fueron sus penúltimos pasos.

En plena depresión, Di Stefano la invitó a pasar unos días en casa de George Moore en Sotogrande. Ella llegó medio despeinada, con la raíz del pelo gris, las medias descolocad­as… un desastre. Era una mujer que había tirado la toalla con abandono. Pero el tenor, que la apreciaba de verdad y posiblemen­te quería resolver problemas financiero­s, logró cambiarla de ánimo con sus conocidas y jugosas anécdotas y convencerl­a para emprender la terrible tourné de despedida por EEUU, Japón y Europa. Di Stefano no arriesgaba nada mientras que Callas lo arriesgaba todo. Asistí a la gala del Palacio de Exposicion­es y Congresos de Madrid. Pude advertir el desesperad­o intento de salir a flote con una voz que ya estaba rota. La habilidad para mantener frases largas había desapareci­do, los recitativo­s y las florituras eran inseguros y se reflejaba únicamente una sombra de su anterior autoridad en ellos. Aplaudimos en recuerdo a la antigua grandeza, pero contemplar tal sombra del pasado resultó triste y doloroso. Lloré. A aquella Callas bien se podrían aplicar las palabras de

Pauline Viandot: «Sí, es como el Cenacolo de Leonardo da Vinci, las ruinas de un cuadro, pero ese cuadro es la más grande pintura del mundo».

Después, sin vida ya aquellos seres para ella tan queridos como Visconti, Pasolini u Onassis, se refugiaría en un premonitor­io silencio del que ya solo salió un 16 de septiembre de 1977. Su sirvienta la encontró muerta en la bañera. Se justificó como un colapso, pero fue incinerada sin autopsia, con sospechosa premura, y sus cenizas esparcidas por el Egeo. Callas se asienta cada día más como una figura de referencia y estudio obligado para cuantos se acercan a la lírica. Quince años de éxito y la gloria eterna. ¿Volverá a conocer la ópera algo igual?

«Fue una cenicienta que encontró y perdió su zapato en la lujosa vida social, pero quedan sus actuacione­s»

«En plena decadencia, actuó en Madrid. Lloramos al verla, como si fueran las ruinas de una gran pintura»

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