La Razón (Levante)

Lecciones en la nieve

- CRÍTICA DE CLÁSICA TEATRO DE LA ZARZUELA

«El viaje de invierno», de Schubert. Barítono: Florian Boesch.

Piano: Justus Zeyen. Teatro de la Zarzuela, Madrid, 25-I-2020.

Titula Arturo Reverter sus expresivas notas al programa de mano de este recital como «El viaje a ninguna parte». Más bien no hay viaje alguno. Estamos ante las reflexione­s ocasionada­s por un desamor, por su angustia, su soledad, el deseo de morir y, en un momento muy preciso, la falsa esperanza. Uno de los ciclos liederísti­cos cumbres en el género. Una obra en la que sucede, como en «Boheme» o «Traviata» que, cuando se interpreta bien, provoca que los ojos se humedezcan. Con el público tocado mentalment­e –porque todos lo estamos– por esta larga pandemia, la nevada que aún nos quedaba cerca y la propia estación, nada más acorde y emotivo que este «Winterreis­e» demoledor, con su frío y su nieve. Y los dos artistas lograron que se nos humedecier­an los ojos, con una interpreta­ción concentrad­a y entregada al máximo, sin reserva alguna, el piano delineando los matices y la voz gritando su desventura o ahogándola en un hilo de voz. En Boesch, de sólidos graves, centro notable y agudo más débil, lo que más sobresale es su capacidad para matizar, profundiza­r y transmitir. Esto es el arte y no otra cosa. Así se disfrutó de la delicadeza de «La cabeza cana» o la engañosa alegría de «El correo». Hay poco más que añadir a unas lecturas que se unen a las mejores de las muchas que hemos podido disfrutar en este ciclo que ya cumple veintisiet­e años. Se lo hemos oído a mezzos como Brigitte Fassbaende­r, a tenores como Peter Schreier... hasta a contrateno­res como Sabata, pero es en la cuerda baritonal en la que cobra mayor vida. Desde el saludo inicial «Buenas noches» hasta la desolada despedida de «El organiller­o» hubo mucho para disfrutar y meditar. Por ejemplo, el precio de 35 euros para la butaca –la mitad para los asistentes de la tercera edad– frente a los 360 de otra reciente «schubertia­da» apenas a un kilómetro. Por ejemplo, el muy diferente público en uno y otro recital. En la Zarzuela se podía oír el vuelo de una mosca y el largo silencio al final de la última nota del piano fue estremeced­or. También que, por su recogimien­to, es el lugar para este repertorio. Y es de imaginar la enorme satisfacci­ón que habrán sentido ambos artistas al poder crear música cuando es algo imposible en la mayor parte del mundo y crearla en el ambiente que se respiró en la Zarzuela. Recordé cuando, al final de un «Castillo de Barba Azul» en París, en concierto presenciad­o en la primera fila y frente a los dos protagonis­tas, fui a saludar a Julia Varady y Dietrich Fischer Dieskau. «Muchas gracias, maestro, por el regalo que nos ha hecho», le dije, y él respondió: «No, el regalo me lo ha hecho usted a mí, pues al ver su cara, cómo estaba disfrutand­o, me ha hecho cantar mucho mejor». Eso mismo debió sucederles a Boesch y Zeyen con el público que les acompañó.

Gonzalo ALONSO

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