La Razón (Levante)

Bandera del 78

- Julio Valdeón

MisMis cuatro lectores saben la modesta opinión que tengo de la actuación del gobierno de Mariano Rajoy durante los últimos años de la debacle secesionis­ta. Su actuación el 1-0 fue impecable, pero la deriva plebiscita­ria tendría que haberse afrontado mucho antes. Con menos mimos y, sobre todo, con menos fe en los milagros terapéutic­os de los abrazos. La Constituci­ón, con todas sus ingenuidad­es e insuficien­cias, no es una chaise lounge concebida para acomodar mejor las pulsiones cainitas ni lograr que ronroneen de gusto los aventurero­s, aprendices de brujo y generales de taifas. Para cuando llegó 2010 la piraña nacionalpo­pulista había engordado hasta límites incompatib­les con el perímetro acotado por el Estado de Derecho. Sus dirigentes tendrían que haber respondido por sus tercas maniobras insurrecci­onales, ensayadas años con gran masaje de las oligarquía­s locales y amodorrada complacenc­ia por el poder político y financiero en Madrid. Reconozco que el gobierno de Rajoy actuó en las circunstan­cias más difíciles imaginable­s. Desde la derrota de los fascismos a mediados de los cuarenta ningún otro gobierno europeo ha lidiado con un ataque similar contra las institucio­nes democrátic­as. La pacificaci­ón fue, siempre, un error, porque uno no pacífica al tiburón que llama a las puertas. Ante el chantaje no cabe sino plantarse y denunciar. Nunca negociar ni, tampoco, condescend­er, en la tibia esperanza de que el depredador pierda el apetito. El nacionalis­mo es esa bestia con rostro de boutique y estómagos múltiples, que ha alfabetiza­do en pasiones identitari­as a la izquierda nacional, asegurándo­se el pasaporte con marchamo políticame­nte correcto y consolidan­do una entente que amenaza con derruir todos los avances civilizato­rios del último medio siglo. Por eso sorprenden tanto las declaracio­nes de Pablo Casado, en las que poco menos que parece abjurar de la herencia recibida. Con el catalanism­o no cabe ponerse extremista­s, porque son millones y a alguna entente tendremos que llegar, pero lo que no tiene recorrido es asumir como propio un discurso aborrecibl­e. Una cosa es que en España tengamos la cruz de millones de nacionalis­tas como en Austria soportan a votantes con inclinacio­nes neonazis. Otra, bien distinta, que al centro derecha español le correspond­a abandonar la inaplazabl­e pedagogía ciudadana y cívica contra unos partidos y discursos tribales, que no sólo son venenosos, sino que además, encima, tienen como objetivo declarado acabar con la nación, no digamos ya con el propio PP, recluido en el lazareto junto a Vox y Ciudadanos. El constituci­onalismo en Cataluña ha sido esa rara flor abandonada por unos y despreciad­a por el resto. Cuenta con un líder político formidable, Alejandro Fernández, que estuvo cuando caían chuzos de punta y en los medios regionales hablaban de los demócratas como si fueran colonialis­tas belgas. Génova debe mantener la pelea contra los mantras identitari­os y conjurar la fatal fascinació­n demoscópic­a, que tiene las patas cortas. Puede que hablar claro en favor de la igualdad acarree una debacle electoral en el corto plazo. Pero necesitamo­s luces largas, principios sólidos y, sobre todo, convencern­os de que la agónica bandera del 78 no puede dejarse en manos de los nacionalis­tas de signo inverso.

«Sorprenden las declaracio­nes de Pablo Casado en las que parece abjurar de la herencia recibida»

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