La Razón (Levante)

Brontë, en las cumbres más borrascosa­s y tórridas de las letras

Su novela, publicada con seudónimo para burlar la censura, fue mal recibida entre los críticos por la sinceridad de las emociones expuestas

- POR JAVIER ORS

Emily Brontë, una mujer desdoblada entre los senderos insurrecto­s que le ofrecía la imaginació­n, el único falansteri­o del que disponen los seres humanos para ser libres, y el miriñaque de su época.Entre lo que se es y las maneras sociales que uno está obligado a respetar y cumplir. Brontë, la Brontë (con ese «la» respetuoso, admirativo), escribió el paginado de «Cumbres borrascosa­s» haciendo guardia en su casa mientras aguardaba a que regresase el pintor fracasado en había derivado su hermano, que siempre volvía muy perjudicad­o de priva y de opio, que son las adicciones en las que había tropezado, porque una persona, cualquiera, aquí apenas existen excusas, no es la suma de sus virtudes, sino más bien las restas que le dan las debilidade­s.

Tenemos así una Brontë que cumplía con los trisagios católicos y las disposicio­nes de la caridad, la humildad y la debida atención del prójimo aunque, por vía del folio y la pluma, pecaba largamente de corazón y de mente, que son faltas de mayor calado y bastante peores que las que procura la carne.

Brontë es mujer que uno siempre se imaginó volcánica, insurrecci­onal y a contracorr­iente, no por la vida, que dicta lo contrario, sino por esa prosa hecha de masa madre y liberada de amarras y prejuicios. La dicha para ella fue sobre todo desdicha y sus días corrieron por los descampado­s que procuran los internados y las desgracias «non-stop». Las biografías fijadas a la realidad por la fuerza suelen improvisar vías de escape insólitas. Emily Brontë, la Brontë, desde su desapacibl­e infancia, el horizonte de edad más corto de la vida pero que más perdura en los hombres, encontró su propio remanso de satisfacci­ones en los pazos de la imaginació­n.

Amores indiscreto­s

Los que no pueden vivir de acuerdo a sus leyes, o se inventan las suyas (lo que sucede con el bandidaje, que se tira a las laderas de la criminalid­ad para labrar fortuna), o se echa en brazos de la fantasía. Brontë, con esa imagen tan de siglo que arrastra, depositó su alma en una tórrida relación que dice mucho de los travesaños que sostenían su personalid­ad.

Los amores de Heathcliff y Catherine Earnshaw nos remiten a una escritora indómita, con unas agallas literarias, para enfrentars­e al siglo, propias de un Rocky Balboa. A la lectura de «Cumbres borrascosa­s» hay que entrar de madrugada y a ser posible con el viento azotando la ventana. El libro, asalvajado, erizado de paque

sión, escandaliz­ó a los asustadizo­s del momento. Es cuando la sinceridad amorosa se tomaban por una indiscreci­ón social (no es nuevo que a la hipocresía siempre le han gustado las levitas). Para que los pacatos y las señoritas dengues no se desmayaran en los salones de baile, Brontë, la Brontë, nuestra Brontë ya, firmó con seudónimo. Los académicos de la cosa literaria la rechazaron por la trama, la honestidad y el descaro. No se enteraron de la modernidad que les pasaba por delante. Para que luego se hable de los gurús.

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Portada de la primera edición de «Cumbres borrascosa­s» (1847), una novela de las que no se olvidan
«Cumbres borrascosa­s» Emily Brontë Portada de la primera edición de «Cumbres borrascosa­s» (1847), una novela de las que no se olvidan

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