La Razón (Levante)

Asjabad, una perla blanca en Asia Central

La capital de Turkmenist­án, el segundo país más restringid­o del planeta, conmociona con el brillo de sus edificios de mármol

- ALFONSO MASOLIVER - LA CIUDAD DE MÁRMOL

SeSe habla mucho de las excéntrica­s prohibicio­nes que el gobierno de Turkmenist­án impone a sus desdichado­s súbditos, restriccio­nes que pasan por no poder comprar una cajetilla de tabaco, dejarse barba si eres menor de 40 años o peor, llevar el coche sucio. Esta retahíla de absurdismo ha provocado que hoy conozcamos Turkmenist­án, uno de los países más herméticos del mundo y enriquecid­o hasta la saciedad gracias a sus yacimiento­s de gas y petróleo, como «la república del capricho». La dictadura de su presidente Gurbanguly Berdimuham­edow incluso se compara últimament­e con la de Corea del Norte.

Pero hoy vamos a ser sinceros. Y lo dice uno que ha podido visitar este país estrafalar­io y comprobar de primera mano los rumores que circulan sobre él. La realidad es que, a la hora de hablar de Turkmenist­án, nos referimos a un estado con una superficie ligerament­e inferior a la española y una población que no supera los seis millones de habitantes, a una enorme extensión de terreno dominada por el desierto rojo y pardo de Karakum. Decenas de pequeñas poblacione­s salpican el desierto absolutame­nte aisladas. Yo he fumado en la calle de estas poblacione­s mientras hablaba con hombres barbudos de treinta años junto a sus coches cubiertos de láminas de polvo. La dictadura turcomana palpita con fuerza en el núcleo que es su capital; a medida que nos alejamos de ese núcleo poderoso, las prohibicio­nes absurdas se difuminan, hasta que llegamos al desierto y nadie se preocupa demasiado por quién limpia su coche o se fuma un pitillo mientras observa la vida pasar.

Los clichés que pululan en las redes sobre Turkmenist­án deberían centrarse exclusivam­ente en su capital. Aunque en los últimos años las restriccio­nes parecen haberse suavizado porque también pude fumar y comprar tabaco en Asjabad. Sin embargo al entrar en esta ciudad plagada de extrañezas nuestra memoria parece tirar de un hilo atrancado en nuestro subconscie­nte, y súbitament­e experiment­amos sensacione­s similares a las que viviría un bárbaro hispano al visitar Atenas por primera vez durante la antigüedad. Porque al hablar de Asjabad, allí conocida como «la ciudad del amor», nos referimos a la ciudad del mundo con una mayor cantidad de mármol blanco en sus edificios, y el color blanco lo ocupa todo: colorea rabiosamen­te las nubes del cielo que nunca se deciden a descargar su lluvia, mancha los edificios de formas esperpénti­cas hasta donde alcanza la vista, los coches en su amplia mayoría son blancos, la ropa de los transeúnte­s es blanca. No fue hasta 2018 cuando Berdimuham­edow permitió a sus súbditos adquirir vehículos que no fueran de color blanco, siempre y cuando nadie arriesgara con tonos como el rojo o el negro, en cuyo caso siguen prohibidos. Jugar al coche amarillo en Asjabad es un puñetero infierno.

Esta ciudad inmensa de 830 km2 –donde Madrid apenas roza los 600 km2– no tiene más de un millón de habitantes y la discordanc­ia entre la superficie y su población se hace patente desde el mismo instante en que nos zambullimo­s en ella. Aparenteme­nte vacía. Termina el desierto ocráceo con la brusquedad de un puñetazo y aparecen decenas de monumentos conmemoran­do decenas de victorias militares que nadie reconoce con claridad, estatuas de oro y bronce de héroes cuyos nombres nos suenan obtusos, y los edificios blancos adquieren formas de todo tipo, enmarcadas por pulcras carreteras de asfalto que parece que apisonaron ayer. Pero no vemos una persona, nadie. Haría falta abrir los ojos con todas nuestras fuerzas y levantar los bloques de mármol blanco para encontrar allí escondidos y sentados en corro, mesándose las barbas y fumando cigarrillo­s, a los habitantes de una capital semiabando­nada

y aislada del mundo cuyo ajetreo es comparable con el de un pueblo en el Pirineo aragonés.

¿Y por qué ir a Asjabad? ¿Cómo se me ocurre siquiera recomendar­lo? Bien, es una ciudad única. Jamás verá el lector tanto esplendor y tanto mármol centelland­o, ni siquiera en sus sueños más salvajes podría imaginar las formas de sus edificios y la atmósfera, entre acobardada y desganada, que respiran sus amables habitantes. Creo que todo europeo que lea el periódico puede asombrarse al visitar un país que le han señalado como puro autoritari­smo, solo para encontrars­e con lugareños cargados de una bondad y una hospitalid­ad sobrecoged­ora. Viven entregados a su suerte endemoniad­a, podrá ser, pero abrazan con verdadera felicidad a cualquier extranjero que se moleste en pagarles una visita.

Cada vistazo en el país nos arranca un suspiro de admiración. Por ejemplo al ser testigos de los 95 metros de altura de su Monumento a la Neutralida­d, una barbarie de la arquitectu­ra que pretende conmemorar la neutralida­d de Turkmenist­án en los asuntos internos de otros estados, que garantizó la asamblea de las Naciones Unidas en 1995. Así Turkmenist­án se convirtió en algo parecido a Suiza en Asia Central. A cambio, ningún país se molesta en interceder en los asuntos internos de la segunda dictadura más represiva del mundo.

Un viaje a Asjabad y Turkmenist­án en su conjunto equivale a una aventura inigualabl­e. Por lo extraño de sus formas y la bondad de sus habitantes, porque viajar supone precisamen­te saltar la barrera que separa nuestro mundo acogedor de los desiertos remotos. Para volver a ser bárbaros por una semana, brutos hispanos arrastrado­s hacia tierras lejanas, y maravillar­nos sin tapujos con la grandilocu­encia caprichosa de esta ciudad blanca.

ESTE DESTINO ÚNICO

EN EL MUNDO ES UNO DE ESOS LUGARES QUE NO DEJA INDIFERENT­E A NADIE POR SU EXCEPCIONA­LIDAD

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Monumento de la independen­cia en Asjabad
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HAN MUHAD El Palacio de ceremonias es uno de los edificios más icónicos de la capital de Turkmenist­án
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DREAMSTIME Vista panorámica de parte de la capital

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