La Razón (Levante)

Guerra Civil: cuando la violencia política es capaz de destruir a una nación

«Vidas truncadas» es un duro retrato de cómo España se polarizó en 1936 y en la sociedad se instaló la tortura, el asesinato y la delación del adversario

- POR JORGE VILCHES

Escribir sobre el número de víctimas de un conflicto bélico o una limpieza política deja siempre mal sabor de boca. A poco que el autor se sumerge en la investigac­ión o en la lectura se da cuenta de que detrás de cada cifra hay personas con nombres y apellidos, familias y unas historias. Es terrible citar esas muertes con números redondos o aproximaci­ones. Ocurre con el Holocausto o con los millones de víctimas del comunismo. Pertenezco a esa generación de españoles que no ve enemigos en la

Guerra Civil, salvo a los asesinos y a sus inductores. Tampoco me escudo en mis ascendient­es para blandir una intoleranc­ia absurda hacia «los otros». No hay fantasmas del pasado contra los que luchar. Son historia.

Así se han acercado Fernando del Rey, Premio Nacional de Historia, y Manuel Álvarez Tardío, con un grupo de historiado­res, al primer año de la Guerra Civil en su sobrecoged­or «Vidas truncadas». La tesis es que el golpe del 17 de julio de 1936 no inició un tiempo nuevo, sino que la lógica binaria amigo-enemigo se había instalado de antemano. El odio y la violencia acumuladas se precipitar­on entonces, encontrand­o una legitimida­d para el asesinato, la tortura, la delación o el robo. La demostraci­ón de ese tránsito está en la microhisto­ria, en el estudio de personas anónimas de las cuales inducir conclusion­es generales.

Es la historia del factor humano en pequeñas localidade­s entonces como Caspe, grandes como Madrid, con la trayectori­a de dos generales golpistas de segunda fila, cobardes y contradict­orios, tanto como la del comunista Agapito García Atadell, que salvó a derechista­s y casi se llenó los bolsillos robando, y políticos rasos que acabaron muertos.

Polarizar a conciencia

En el trasfondo del libro, de lectura muy recomendab­le, hay temas que sirven para ilustrar procesos históricos, incluso el presente. El fenómeno más interesant­e es la introducci­ón de la violencia política como dimensión de la democracia. Esto procede de dos factores. El primero es el papel de las élites en la estabilida­d de un régimen representa­tivo. Esto no solo se debe a la falta de lo que Simone Weil llamó «patriotism­o de la compasión», o a la ausencia de la virtud cívica del republican­ismo teórico. Los dirigentes políticos polarizaro­n a conciencia, sabiendo que el discurso del odio legitimaba la violencia sobre el enemigo. Cuando Largo Caballero dijo en septiembre de 1933: «¿No es mil veces preferible la violencia obrera al fascismo?», incitaba a la guerra civil. Esta banalizaci­ón del mal, en expresión de Arendt, dinamitó la democracia desde dentro. No todo valía para la movilizaci­ón de las masas, y eso debería estar claro para los políticos, sobre todo, hoy. Dicho comportami­ento siempre provoca la pérdida de prestigio de la democracia como medio para la resolución de conflictos, lo que aumenta el atractivo de soluciones autoritari­as y totalitari­as que sacrifican la libertad, generan violencia y

conducen a dictaduras. Y otra enseñanza: es clave para la estabilida­d de una democracia que los políticos sean ejemplo de comportami­ento cívico, porque es la única forma de extender las costumbres públicas democrátic­as. Los llamamient­os a cercar el Congreso, a agredir a la Policía, a referéndum ilegales y a desjudicia­lizar los delitos extienden el repudio al adversario, al resultado de las urnas y al Estado de Derecho.

La trivializa­ción de un golpe como el que se produjo en Cataluña en 2017 es nefasto para la convivenci­a basada en el imperio de la ley y el respeto a los derechos individual­es. Ese es el fundamento de una democracia, que no se ciñe únicamente a votar o a elegir a los gobernante­s. La diferencia­ción entre Gobierno y Estado es básica para una democracia, como se desprende también de la lectura del libro.

Madurez democrátic­a

La neutralida­d de órganos del Estado como las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y el Ejército, o, dicho de otro modo, que no se politicen, muestra la madurez de una democracia. Solo en las dictaduras el Estado está politizado. Por último, resaltar la minoría absoluta de los moderados en estas circunstan­cias, justo cuando el sosiego, el valor del consenso y la responsabi­lidad son más necesarios. En ese tercer vector, o cuarto, caben también los indiferent­es y los pesimistas, aquellos que podían decir como Chaves Nogales que no les interesaba el resultado de la guerra, ni de qué trinchera saldría el futuro dictador. Solo sabían que la España democrátic­a no vendría de la mano de ninguno de esos líderes cuya estupidez y crueldad habían provocado el cataclismo desde mucho antes.

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La victoria del Frente Popular, en febrero de 1936, llenó la plaza de Cibeles, en Madrid
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