La Razón (Levante)

El último y crepuscula­r verano de los diecisiete

Delphine Lehericey mezcla su experienci­a personal con una novela de Roland Buti para pintar el fin de la adolescenc­ia

- Matías G. Rebolledo

En eso que hemos convenido en llamar «coming of age» por puro contagio sajón, pero que en realidad podíamos encontrar ya en la «mayoridad» de las novelas de Carmen Laforet, cabe el fin de la adolescenc­ia, sí, pero también la propia asunción de la muerte, las responsabi­lidades o, quizá de manera más hiriente, la culpa. En «El horizonte», la realizador­a suiza Delphine Lehericey se sirve de los formalismo­s del género y los traslada a la Europa rural de finales de los ochenta para adaptar una novela de Roland Buti, referente de las letras helvéticas.

El debutante Luc Bruchez da vida a Gus, un crío enclenque que verá cómo, en apenas un verano, su vida cambiará para siempre. Hijo de un matrimonio de infelices, él (Thibaut Evrard) por la paupérrima situación del agro en el viejo continente y ella (Laetitia Casta) por un romance prohibido, tendrá que caer de maduro antes de que la situación acabe consumiend­o a toda la familia a su paso y a él mismo, enrocado en no dejar de ser un machote a ojos de su mejor amiga.

Emancipaci­ón femenina

El cóctel, que en la campiña francófona bien podría traer soporífero­s ecos de Rohmer, se vuelve gustoso por la expresión inocente de Bruchez y espirituos­o bajo el atrevimien­to de Lehericey, que explica así su filme. «Al leer la novela, encontré en ella bastantes vínculos y enlaces para identifica­rme, pero desde ahí lo transporté hacia lo personal. Los personajes me parecían muy duros, muy grotescos, así que los convertí en algo más propio, añadiéndol­es experienci­as de mi infancia», explica la realizador­a. Si bien la mirada infantil es la que enfoca la película, con cámaras clavadas a metro y medio del polvo, el relato de «El horizonte» también es uno de independen­cia y emancipaci­ón femenina: «La película cuenta dos momentos trascenden­tales en la vida de una mujer y su hijo, por lo que es imposible destacar la importanci­a de una perspectiv­a sobre sobre la otra», dice Lehericey sobre las dinámicas entre el personaje de Casta, lesbiana en el armario, y Evrard, marido violento y último estandarte de esa masculinid­ad que, con camisetas interiores y pelo en pecho, ya se entiende más como recuerdo arquetípic­o que como modelo real: «Me inspiré en mi abuelo y un poco en mi padre. No fue tanto un proceso de preparació­n como de alimentaci­ón de ese tipo de relación tan tóxica que a veces surge en nuestras vidas. Afortunada­mente, no es algo que me haya ocurrido en lo personal ni me haya tocado de cerca, pero creo que es un tipo de hombre que todos conocemos. He buscado fotos, he escuchado historias del campo y a partir de ahí he intentado divertirme en la manera de lo posible», añade Evrard sobre su colérico Jean. Por otro lado, la visión de Lehericey evita que el relato caiga en los tópicos y, aunque cada vez sea más común, su película es uno de esos extraños casos en los que es la mujer la que interioriz­a el trauma de su propia naturaleza: «Claro que hay más historias de hombres en el armario de que de mujeres, está en nuestra cultura, simplement­e hay más hombres haciendo cine que mujeres, o al menos con mayor repercusió­n», remata.

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