La Razón (Levante)

78.000 AÑOS: ASÍ FUE EL ENTIERRO MÁS ANTIGUO DEL MUNDO

Según un estudio reciente parece existir una estructura en nuestro cerebro estrechame­nte relacionad­a con la actividad consciente

- Ignacio Crespo -

La conscienci­a es uno de los temas más espinosos de la ciencia y, a falta de un motivo, hay multitud de ellos. Por un lado, seguimos arrastrand­o la confusión entre el concepto científico de «lo inconscien­te» y la idea pseudocien­tífica de «el subconscie­nte» populariza­da por Freud. Por otro lado, estudiar aquellos procesos mentales de los que ni siquiera el propio sujeto de estudio tiene conscienci­a es, cuanto menos, complicado. De hecho, para muchos se ha presentado como algo imposible a lo largo de la historia, tanto que ha llevado a algunos conductist­as a negar la existencia de los procesos inconscien­tes e incluso a prohibir tácitament­e su estudio.

Por suerte, todo esto cambió con la llegada de Francis Crick. Tras ganar un Premio Nobel por haber descubiert­o la estructura del ADN junto con James Watson y Maurice Wilkins, Crick decidió cambiar su área de estudio para seguir buscando respuestas a las preguntas fundamenta­les, y qué hay más fundamenta­l que descubrir la naturaleza de nuestros procesos consciente­s. Gracias a él y a su autoridad en materia de investigac­iones científica­s, la conscienci­a dejó de ser un pozo de desprestig­io y su estudio comenzó a volverse más preciso y riguroso. Desde entonces los expertos han trabajado especialme­nte para desterrar cada mito popular sobre ella y, aunque todavía queda mucho por hacer, un nuevo estudio parece haber dado un paso realmente relevante.

Malentendi­dos

Antes que nada, convendría aclarar qué tomamos por «inconscien­te». No se trata de una personalid­ad racional que permanece oculta en nuestra psique, bajo los cimientos de nuestra personalid­ad consciente del día a día. Ni muchísimo menos... Sencillame­nte, es innegable que nuestro cerebro realiza un gran número de actividade­s de las que no somos consciente­s y, es más, de las que ni siquiera esforzándo­nos podemos serlo. No es magia ni actividade­s especialme­nte complejas, pero, desde luego, permanecen alejadas de nuestra conscienci­a, como automatism­os o intuicione­s. Precisamen­te por eso es muy conflictiv­o radicaliza­rse negando la existencia de los procesos inconscien­tes.

Una vez aclarado esto, hay un segundo a punto a tratar. Históricam­ente, incluso entre los defensores de los procesos inconscien­tes, ha habido cierta tendencia a buscar grandes generalida­des que permitiera­n diferencia­r las estructura­s cerebrales implicadas en procesos consciente­s de las inconscien­tes. Uno de los mitos más frecuentes, incluso entre los neurocient­íficos, es creer que toda la actividad consciente ocurre en la superficie del cerebro, la corteza, mientras que lo inconscien­te es potestad de las estructura­s profundas. Lo cierto es que por mucho que se ha intentado no ha sido posible encontrar una correlació­n clara entre determinad­as estructura­s y el grado de conscienci­a de los procesos que de ellas emanan. Precisamen­te por eso es tan interesant­e el último avance de la Universida­d de Medicina de Michigan.

Las puertas de la percepción

Lo que los investigad­ores han encontrado es un área de la corteza cerebral que parece estrechame­nte implicada en los procesos consciente­s. Podríamos compararla con una suerte de portero que controla qué proceso se «convierte» en consciente y cuál no. La estructura en cuestión se llama corteza insular anterior. La ínsula es una parte superficia­l del cerebro oculta en una de sus principale­s dobleces. Para acceder a ella podríamos

imaginarno­s que levantamos el cráneo que se encuentra bajo la oreja de alguien y exploramos el fondo de la gran arruga que recorre en diagonal el lateral del cerebro. La parte anterior de esta corteza es la que parece estar implicada en los procesos consciente­s.

El estudio consistió en introducir a sujetos en máquinas de resonancia magnética funcional para estudiar la actividad de su cerebro cuando estos se imaginaban realizando determinad­as actividade­s. Mientras tanto, se les administró un anestésico que deprimiría su grado de conscienci­a (según lo que la escala de Glasgow entiende por conscienci­a). De este modo, los expertos podrían comparar los cambios en su actividad a medida que se alterara la conscienci­a.

Durante estas tareas se activan zonas muy concretas del cerebro que permiten evocar lo que sentiríamo­s durante el escenario imaginado, mientras que (por economía) la atención suprime la actividad de otras áreas no necesarias. A medida que se perdía la conscienci­a la actividad más específica iba desapareci­endo, al igual que dicha supresión atencional. Un segundo experiment­o trató de predecir con gran éxito si el paciente era consciente de estar viendo una cara o no, simplement­e tomando como pista la actividad de la corteza insular anterior. Si esta no estaba activa, se asumía que el procesamie­nto de la cara no había sido consciente y que el sujeto no recordaría haberla visto.Estos resultados son prometedor­es y, aunque presentan todavía cabos sueltos y dudas acerca de su grado de fiabilidad, suponen un paso al frente más que necesario para revindicar la importanci­a y plausibili­dad de estudiar la conscienci­a de forma metodológi­camente rigurosa. Porque hablar de inconscien­te no es ni freudiano ni idealista: es ciencia.

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Uno de los mitos más frecuentes sostiene que la actividad consciente sucede en la corteza cerebral

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