Cuando la diosa resulta ser la mujer del artista
Todo cuadro tiene su propia intrahistoria, y «Las tres Gracias», de Rubens, que conserva el Prado y ahora está contextualizado con otras obras en la exposición «Pasiones mitológicas», también. En una primera y también inicial impresión, la tela puede resultar engañosa y parecer solo la caprichosa recreación de un artista en el mundo de la belleza, el desnudo, la sensualidad, la abundancia y la representación de la alegría y la vitalidad. Pero este es un cuadro con muchas capas de pintura y que cuenta con más de un significado. El óleo posee su lectura mitológica y esconde sus oportunos secretos. Para empezar, el artista jamás se desprendió de él, lo que ya dice mucho, y cuando murió apareció entre sus pertenencias. Una curiosidad que atrajo a muchos especialistas y que obligó a estudiar con mayor detenimiento qué es lo que representaba la escena.
Los historiadores identificaron pronto que las ropas que penden de una de las ramas no son antiguas, como correspondería a las diosas, sino de uso común en la época de Rubens, y que una de las figuras retratadas comparte un asombroso parecido con las imágenes que se conservan de su segunda mujer, Helena Fourment, una muchacha que cuando contrajo matrimonio con él tenía 16 años (su marido ya superaba los 50). Esto hizo cavilar a más de uno y, también, que comenzara a tomar cuerpo la interpretación de que, detrás del esfuerzo artístico por escenificar el baile, el movimiento y la jovialidad, que suponían unos innegables desafíos pictóricos entonces, había algo más. Quizá, y lo más probable a día de hoy, la intención por parte de Rubens de agasajar a su nueva mujer incluyéndola en una obra mitológica, dando así a entender que, por carácter, por inteligencia y atracción, merecía la pena que ella estuviera entre las tres Gracias.