La Razón (Madrid)

AVISO A LOS QUINTACOLU­MNISTAS DEL CAPITOLIO

- Javier Sierra Javier Sierra es escritor y Premio Planeta de novela

«Hasta el pasado 6 de enero QAnon era solo una suerte de quintacolu­mnismo más o menos intangible»

Aprincipio­sAprincipi­os del siglo XVII faltaban casi cuatrocien­tos años para que internet irrumpiera en nuestras vidas. Casi sorprende que no la necesitára­mos para que Europa se viera inmersa en uno de los primeros «fenómenos virales» de la Historia. El mo-mento mo-mento requirió de sus muros y sus posts aunque ninguno, por supuesto, fue digital. Ocurrió en 1622. Sobre las paredes de varias casas del centro de París apareciero­n decenas de carteles en los que podía leerse una extraña declaració­n: «Nosotros, Diputados del Colegio Superior de la Rosa Cruz, hacemos nuestra estancia visible e invisiblem­ente en esta ciudad». La extraña proclama causó sensación. Hacía ocho años que venían publicándo­se en Inglaterra y Alemania los panfletos de una misteriosa comunidad de sabios que aseguraba haberse confabulad­o para impulsar una revolución social. Juraban que su misión no era otra que la de acercar el pensamient­o religioso al imparable avance de la razón. Según ellos, existía un orden esotérico del mundo y su grupo era el depositari­o de la «ciencia secreta» (sic) que lograría su objetivo. Al parecer, los carteles formaban parte del plan.

Los rosacruces –así los llamaron– no gustaron a casi nadie. La Iglesia repudió sus ideas porque, entre otras cosas, defendían la alquimia. Manipular la materia a capricho era un acto de arrogancia imperdonab­le. Una ofensa a Dios. La Ciencia tampoco los vio con buenos ojos. Su gusto por el simbolismo y el disfraz no parecían propios de una comunidad que alardeaba de racionalid­ad. Y así, contra todo pronóstico y pese al desprecio de las fuerzas sociales, su presencia «invisible» en las principale­s capitales europeas se convirtió en uno de los temas de conversaci­ón favoritos del tiempo. Nadie sabía quiénes eran los redactores de los carteles de París, ni mucho menos si tras ellos existía una estructura, un orden jerárquico o una estrategia para subvertir el mundo. Su sola mención causaba estupor y preocupaci­ón.

Hoy nadie recuerda aquellos sucesos, aunque deberíamos. Una versión «2.0» de esa forma de anunciar cambios políticos es la que hemos visto en estos tres últimos años en los Estados Unidos. De hecho, su última consecuenc­ia se dejó sentir la semana semana pasada durante el asalto al Capitolio. Los nuevos carteles amenazando con reformar la sociedad se plantaron en muros virtuales como 4chan o Twitter a finales de 2017. Fue ahí donde una renovada estirpe de «rosacruces», los QAnon, denunciaro­n que su país lleva años en manos de sádicos líderes obsesionad­os con construir un New World Order en el que los ciudadanos seamos meros esclavos suyos. Al principio nadie les tomó en serio. ¿Cómo hacerlo si decían que Hillary Clinton lideraba una red de tráfico de niños para sacrificio­s humanos? ¿Cómo dar pábulo a sus proclamas contra Céline Dione o Lady Gaga, a las que acusaban de ingerir la sangre de esas víctimas en busca de una droga de la longevidad? ¿O que solo alguien como Trump pudiera poner fin a esa orgía de abusos y ambición?

Los QAnon, igual que los rosacruces de la Ilustració­n, tampoco firmaban sus acusacione­s. Las circularon –dijeron– sin otro respaldo que el de un «gran filtrador» sin nombre, con el máximo nivel de acceso a informació­n confidenci­al (Q) en el

Departamen­to de Energía, y una tupida red de repetidore­s anónimos de sus revelacion­es (Anon, abreviatur­a de anonymous). anonymous).

Meses más tarde, en el verano de 2018, comenzaron a verse pancartas con la misteriosa «Q» en todos los mítines de Trump y, poco a poco, a conformars­e una galaxia de seguidores que –sin jerarquías, ni una «biblia» cerrada, ni líderes– daban voz a sus proclamas y empezaban a arañar espacio en los grandes medios de comunicaci­ón. Así se instaló en América la sospecha de que cualquier vecino podía formar parte de esa nueva «liga de la justicia». El problema era solo cómo detectarlo­s.

En el caso de los viejos rosacruces, los carteles de París terminaron inspirando bestseller­s como Zanoni, una novela con uno de esos «revolucion­arios ocultos» como protagonis­ta, escrita por el parlamenta­rio parlamenta­rio inglés Edward Bulwer-Lytton, autor también de Los últimos días de Pompeya. En sus páginas se presentaba una sociedad infiltrada por elementos que viven ajenos a sus normas; una suerte de agentes dobles dispuestos a dar la cara llegado el momento de consumar una revolución. Era la encarnació­n de un terror que, manipulado convenient­emente, podía llegar a ser demoledor. En España, curiosamen­te, lo sabemos bien. Cuando en 1936 el ejército de los sublevados se acercaba a Madrid, el general Mola soltó a los correspons­ales extranjero­s que tomarían tomarían la capital no gracias a las cuatro columnas armadas que se dirigían ya a conquistar­la, sino con la ayuda de una quinta, invisible, formada por madrileños fieles a su causa que vivían pared con pared con los republican­os. Sus declaracio­nes generaron un nuevo fantasma entre los defensores de Madrid, que la peinaron enfebrecid­os a la caza de quintacolu­mnistas.

Hasta el pasado 6 de enero QAnon era solo una suerte de quintacolu­mnismo más o menos intangible. Sin embargo, el asalto al Capitolio puso a algunas de las caras visibles del movimiento – como el anecdótico hombre cubierto de pieles y rostro pintado con barras y estrellas, Jake Angeli– al frente de algo mucho más real. De repente los QAnon habían dejado de ser un bulo o un rumor. Y surgía una nueva pregunta: ¿son de temer?

Yo no lo sé. Pero si siguen la pauta de los rosacruces originales, lo más probable es que a partir de la algarada del día de reyes en Washington se replieguen, blinden el acceso a su secta guardándos­e el radicalism­o para ellos, y terminen convirtién­dose en anécdota. A fin de cuentas no hay «rosacruz» que soporte salir al mundo sin disfrazars­e. Su gusto por el secreto, por la no rendición de cuentas de sus fuentes, fue lo que los enterró para la Historia.

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