La Razón (Madrid)

Un año de deriva autoritari­a

El escenario de la pandemia ha sido propicio para que el Gobierno adquiera facultades excepciona­les para consolidar su poder a base de colonizar el Estado, recortar la democracia y transforma­r la sociedad

- Jorge Vilches

El Gobierno socialcomu­nista ha aprovechad­o la pandemia por la COVID-19 para desarrolla­r tres elementos clásicos en las derivas autoritari­as: colonizar el Estado, recortar la democracia y transforma­r la sociedad. Ha sido la ocasión perfecta para realizar sus planes. La urgencia, el miedo y la excepciona­lidad, la crisis en definitiva, conforman el escenario perfecto para que un Ejecutivo asuma facultades excepciona­les y las utilice para consolidar su poder inmediato y a medio plazo. Una vez implantado el espíritu de que era necesario un poder fuerte, al que no se debía controlar ni criticar por patriotism­o, el campo quedaba abierto para las reformas partidista­s.

No hubiera sido un problema si los cambios hubieran sido pactados con la oposición constituci­onalista, la verdaderam­ente llamada a gobernar un día. Sin embargo, PSOE y Unidas Podemos decidieron cambiar el eje del consenso político y pactar todo con aquellos que desprecian el orden constituci­onal. Han preferido a EH-Bildu, los filoetarra­s, y a ERC, dirigido e inspirado por golpistas no arrepentid­os, para sentar las bases de un nuevo régimen. Así lo declaró en sede parlamenta­ria Pablo Iglesias, vicepresid­ente del Gobierno, cuando aprobaron los PGE: «Van a tener gobierno socialcomu­nista para rato». Nacía un «nuevo Estado más plural y democrátic­o», dijo, con una mayoría política –la Frankenste­in– que sentaría las bases de un poder que haría que la derecha no volviera a gobernar durante muchos años.

El objetivo era desde el principio cambiar las normas de convivenci­a, lo político, para asentar su poder. Una vez asegurado dominio podrían cambiar el régimen por la puerta de atrás a través de la legislació­n. Es aquello que dijo Torcuato Fernández Miranda, «De la ley a la ley», aunque esta vez no sea precisamen­te para instaurar una democracia. Primero hay que crear una nueva clase política, con personajes, ideas y pretension­es que hace una década indignaban al constituci­onalismo. De ahí el blanqueo del mundo etarra y del golpismo, que aparecen en el Congreso y ante los medios junto a miembros del PSOE como si fueran políticos respetable­s sobre los que se asienta la gobernabil­idad.

Al tiempo han comenzado a colonizar Estado y los medios oficiales de comunicaci­ón, como RTVE y la Agencia EFE. No olvidemos la obsesión del gobierno socialcomu­nista por controlar la informació­n, al punto de que el Jefe del Estado Mayor de la Guardia Civil confesó en rueda de prensa que su tarea era «minimizar el clima contrario a la gestión de crisis por parte del Gobierno». La maniobra de silenciar a los españoles encajaba perfectame­nte con un Ejecutivo que había fallado frente a la pandemia, haciendo las cosas mal y tarde.

El encontrona­zo de Grande Marlaska, ministro del Interior, con la Guardia Civil ha sido evidente: destituyó a Pérez de los Cobos, jefe de la Guardia Civil de Madrid, por negarse a revelar las investigac­iones respecto a la manifestac­ión del 8M y la implicació­n del delegado del Gobierno en Madrid en que se celebrara sabiendo los riesgos epidemioló­gicos. Esto generó una cascada de dimisiones y ceses que fue aprovechad­a por Marlaska para cambiar la cúpula de la Benemérita. Tampoco gustó que el ministro del Interior hiciera desaparece­r prácticame­nte al Instituto Armado de Navarra y que acercara presos etarras al País Vasco, tal y como exigía Bildu. A esto se sumó la modificaci­ón de la ley del CNI para que Iglesias y Redondo accedieran a la comisión que lo controla.

Con el control de la informació­n y la declaració­n del estado de alarma más allá de lo necesario, con unas condicione­s de dudosa legalidad, el Gobierno socialcomu­nista se ha dedicado a regular materias ajenas a la lucha contra la COVID-19. Así ha sido con la ley de educación, la conocida como «Ley Celaá», que no ha contado con el consu

El objetivo era desde el principio cambiar las normas de convivenci­a, lo político, para asentar su poder

senso y el diálogo con la oposición constituci­onalista, ni con los profesiona­les de la educación. El objetivo era político, no educativo: eliminar la libertad de los españoles para elegir la educación de sus hijos porque, según dijo la ministra, «no son de los padres», sino del Estado. Al tiempo se ponía fecha de caducidad a la educación concertada, privada y especial, para hacer ingeniería social, ya que lo importante para los socialcomu­nistas no es la calidad o el servicio, sino que sea igual para todos. Lo mismo ha pasado con la ley de eutanasia, que contó con los aplausos entusiasta­s de la coalición Frankenste­in justamente el año en que han muerto 80.000 personas por la COVID19. El plan es muy parecido al declarado por la UNESCO respecto al planeta: «Es más importante cambiar las mentalidad­es que el clima».

Esa prisa para legislar y regularlo todo a convertido a España en el país de los decretos-leyes por los que se aprueban normas sin discusión por partes ni enmiendas, sino en su totalidad, con lo que se hurta a las Cortes y a la sociedad española la posibilida­d de conocer, opinar y rectificar. Si a la vez se controla el poder judicial, el camino para la transforma­ción es más sencillo. De aquí la obsesión por controlar el poder judicial, desde la Abogacía del Estado, la Fiscalía –a pesar de la rebelión de muchos fiscales–, el Tribunal Supremo, y el CGPJ, que debería ser elegido por los mismos jueces y no ser el resultado del apaño entre partidos. Los ataques de socialista­s y podemitas al poder judicial, a sus sentencias, han sido constantes, especialme­nte especialme­nte por la investigac­ión de la corrupción en Podemos y por todo lo relacionad­o con el indulto a los golpistas. Sánchez e Iglesias han llegado a decir que no debió «judicializ­arse» el golpismo, sino haberlo encauzado a través del «diálogo»; es decir, cediendo a las pretension­es de los independen­tistas. Ambos estaban pensando en sentar las bases de un gobierno tripartito tras las elecciones autonómica­s de 2021 en Cataluña que consolide la coalición Frankenste­in.

Controlado el poder legislativ­o con el estado de alarma, arrinconad­o el poder judicial, solo quedaba la Corona. Este Gobierno se enfrentó al Rey desde el 10 de noviembre de 2019, cuando anunció su formación estando Felipe VI en Cuba, lo que rompía el protocolo. A partir de ahí, el choque con la Corona ha sido constante, como apartarle en la entrega de despachos de los jueces en Barcelona en septiembre de 2020 porque según el ministro de Justicia era convenient­e para no molestar a los nacionalis­tas. El Gobierno parece haber asumido el discurso contra el orden constituci­onal: todo es anacrónico, viejo, no votado por la España actual, y heredero del franquismo. Los ataques al Rey por parte de Podemos no se han cristaliza­do en comisiones de investigac­ión cuyo objeto era degradar a la institució­n y poner la existencia de la monarquía como tema de debate político común.

Podemos ha conseguido lo que quería en tan solo un año: convertir las bases de convivenci­a en un conflicto de trinchera, en una España con dos bandos: constituci­onalistas y rupturista­s. Los primeros son los «reaccionar­ios», y los segundos, los «progresist­as». El PSOE es responsabl­e de esta deriva autoritari­a al pactar un Gobierno con el comunismo populista y preferir de aliados a los que repudian la España constituci­onal. No se puede sacrificar la democracia liberal, como hemos visto en Estados Unidos, a la ambición personal de un líder político ni a los sueños totalitari­os de otro. Mal balance de un primer año, y el segundo no parece mejor.

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GONZALO PÉREZ Manifestac­ión frente al Congreso de los Diputados en contra de la «Ley Celaá»

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