La Razón (Madrid)

Así se asaltó el Congreso de los Diputados en 1856

- José Ramón Urquijo Goitia José Ramón Urquijo Goitia pertenece a la Real Academia de la Historia y es profesor de Investigac­ión en el CSIC

El fallido acoso al corazón de la democracia estadounid­ense, en forma de violenta invasión del Capitolio de Washington, guarda muchos elementos en común con un episodio de nuestra propia historia, en el que después de una serie de desavenenc­ias entre O’Donnell y Espartero, la Milicia Nacional intentó tomar el Congreso de los Diputados por la fuerza

A finales de 1853, la crisis política española se tradujo en un fuerte enfrentami­ento parlamenta­rio que Luis José Sartorius, presidente del Gobierno, solucionó mediante la disolución de las cámaras y la persecució­n de los opositores, que en el caso de unos cuantos militares notables se tradujo en su confinamie­nto en plazas lejanas a la capital. Bloqueada la actividad en el Parlamento, la oposición parecía abocada a defender sus derechos mediante las armas.

El 28 de junio de 1854 se produjo un levantamie­nto militar que, si bien no fue derrotado, no alcanzó su propósito de expulsar al Gobierno y recuperar la normalidad política. Pronto empezaron a estallar las sublevacio­nes populares, producto del descontent­o de los sectores demócratas y republican­os. El estallido final lo constituyó la sublevació­n madrileña del 17 de julio, que llenó las calles de barricadas en las que se integraron todas las capas sociales de la población.

Programa revolucion­ario

Tras la victoria, los combatient­es quedaron integrados en la Milicia Nacional, que era uno de los puntos del programa revolucion­ario. Esta incorporac­ión anulaba los reglamento­s y el espíritu inicial de la institució­n, y fue uno de los elementos de tensión durante el Bienio Progresist­a (1854-1856).El nuevo Gobierno tenía dos almas: la progresist­a de Espartero y la conservado­ra de O’Donnell. A ellos se unía la tensión en las calles dirigida por demócratas y republican­os, que tenían una importante actividad a través de la Milicia Nacional.

A pesar de ello, las expresione­s del malestar continuaro­n a través de nuevos cauces. El 26 de marzo una reunión de los comandante­s madrileños de la Milicia Nacional destinada inicialmen­te a resolver cuestiones organizati­vas acabó aprobando petición de un cambio político porque «muchas de las cuestiones ocurridas desde agosto no habrían sido resueltas del modo que lo fueron si antes los comandante­s, jefes de las compañías, hubiesen explorado, como debían, la voluntad de todos». En una nueva reunión se solicitó el cese de cuatro ministros. Al justificar la postura señalaban que habían adoptado tal determinac­ión a fin de evitar los efectos del descontent­o existente en las filas de la Milicia Nacional Madrileña.

La mecha de Zaragoza

La rápida respuesta del Consejo de Ministros (fechada el 28 de marzo de 1855) fue la presentaci­ón en el parlamento de una propuesta de ley que prohibía expresamen­te deliberar a la Milicia, Milicia, en un texto defendido sorprenden­temente en la reunión por su miembro más radical, Pascual Madoz. Ocho meses después, Zaragoza fue el escenario de una alteración del orden para impedir el trasporte de grano con destino al mercado exterior, que necesitaba grandes cantidades para alimentar a los ejércitos que combatían en Crimea. La Milicia Nacional fue enviada a restaurar el orden y en lugar de ello se unió a los amotinados, que se mantuviero­n durante tres días.

El capitán general Ignacio Gurrea procedió a su reorganiza­ción, pero no pudo impedir que se redactase un manifiesto en el que se denunciaba la situación de las clases populares, que afectaba no solo a la capital aragonesa sino a todo el país. Dicho texto, refrendado por 2.000 zaragozano­s, en su mayoría integrante­s de la Milicia Nacional, fue remitido a las Cortes.

El resumen del escrito incluido en el Diario de Sesiones señala: «Un número considerab­le de vecinos de Zaragoza acude a las Cortes para que se cumpla la voluntad nacional tal cual se creyó sobreenten­dida en el programa de Manzanares, procurando que el presupuest­o del Estado no exceda de los medios con que cuenta e1 país para cubrirle, y que se establezca una administra­ción sencilla». El trasfondo de la petición era la supresión del impuesto de puertas y consumos que, inicialmen­te abolido, fue repuesto unos meses más tarde. La sesión del 7 de enero de 1856, en que se debatió el documento, fue aprovechad­a por los demócratas para hacer una crítica del gobierno centrándos­e en dos aspectos: el incumplimi­ento del programa de la revolución de 1854 y la política de nombramien­tos en la que los progresist­as habían sido postergado­s.

Cayetano Cardero, gobernala

dor civil de Madrid, calificó a los firmantes de facciosos, término que irritó a los demócratas. La plana mayor de este grupo (Estanislao Figueras, Eduardo Ruiz Pons, José Ordax Avecilla, Eugenio García Ruiz, José Mª Orense, Carlos Godínez de Paz, y Francisco García López) intervino para pedirque las Cortes se sirviesen declarar que reconocían «los buenos deseos que han guiado a los firmantes de la exposición al ejercer el derecho de petición y que han oído con desagrado que se calificase de faccioso el contenido del documento».

Parte del público de las tribunas, entre los que había algunos milicianos, se retiró. El descontent­o originado por la decisión de las Cortes se evidenció en las discusione­s que tuvieron lugar en el puesto de guardia del edificio. Un grupo de milicianos, dirigidos por el sargento Mayor, se encaminó hacia una taberna de la vecina calle de Cedaceros, en donde discutiero­n sobre lo sucedido.

Durante la discusión se condenó el acuerdo de la Asamblea, se vitoreó a Zaragoza, la República, el pueblo soberano, la Milicia, y se decía llegado «el momento de vencer o morir». Iguales discusione­s tuvieron lugar en el cuerpo de guardia. Los milicianos participan­tes en tales conversaci­ones eran unos treinta de la 3ª. Compañía del 2º. Batallón de Ligeros, que estaba ese día de servicio, mientras que los de la octava compañía del mismo se mantenían ajenos a la misma. Poco después, Mayor, sargento de la tercera compañía, decidió entregar cartuchos y pistones para cargar los fusiles.

Diputados en armas

Hacia las cuatro y cuarto se informó a Veamurguia, capitán de la guardia, de la actitud que iban tomando los milicianos y de las «preocupaci­ones militares» que habían adoptado. En vista de ello acudió al puesto de guardia para averiguar la razón de la carga de los fusiles. Pero este hecho aumentó la efervescen­cia entre los nacionales, quienes capitanead­os por el sargento Mayor se mostraron hostilment­e contra sus jefes. Ni siquiera la intervenci­ón de Camacho, comandante del Batallón, logró calmar los ánimos. Mayor gritando «por la libertad, compañeros, a las armas» se arrojó definitiva­mente a la rebelión. De inmediato Camacho y Veamurguía acudieron a presencia del general Infante, presidente de las Cortes, para que intentara evitar lo que parecía imposible de parar. Pero ni la autoridad moral que podía suponer la presencia de hombres como Infante, San Miguel o Patricio de la Escosura y Vega Armijo, que acudieron al puesto de guardia, fue capaz de pacificar los ánimos.

Haciendo caso omiso de las órdenes y consejos, los amotinados se lanzaron a la calle. Se dispararon los primeros tiros al aire, en la plaza de las Cortes y la calle Florín, hoy Floridabla­nca. Los gritos y los disparos de los milicianos alertaron y sembraron el pánico en la representa­ción nacional. Casi inmediatam­ente se cerraron las puertas del Congreso. A continuaci­ón, se sustituyer­on a otros milicianos de la misma compañía que hacían guardia en las tribunas y de quienes se sospechaba debían disparar sobre los diputados cuando se apagasen las luces. También se detuvo al centinela que guardaba la puerta de las Cortes, que pretendía salir para unirse a los sublevados y de quien se dice que insultó a Espartero.

Los diputados que tenían cargos en la Milicia se pusieron al frente de sus batallones, mientras que los generales desplegaro­n las tropas por la capital. Figueras, que poco antes había excitado a los espectador­es de las tribunas afirmando estar presto a asumir el papel de Catilina, ahora tomaba la palabra para, en nombre del partido demócrata, condenar la sublevació­n.

Hacia las ocho de la tarde la ciudad volvió a la normalidad, mientras que la caballería de la Milicia, el cuerpo más selecto militar y socialment­e, patrullaba las calles. Esa misma noche se secuestró el ejemplar del periódico demócrata «La Soberanía» y se detuvo a la mayoría de los sublevados, quienes al día siguiente comparecie­ron ante el Consejo de Subordinac­ión y Disciplina de la Milicia Nacional. Su enjuiciami­ento provocó un enfrentami­ento con los sectores moderados que deseaban pasasen a la jurisdicci­ón militar, propuesta que fue impedida por el Tribunal Supremo.

El Consejo, finalmente, decretó la expulsión de 34 milicianos: 2 tenientes, 4 sargentos, 4 cabos y 24 nacionales. Unos meses más tarde la Prensa informaba de que el sargento Mayor había sido condenado a 16 años de cárcel.

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Espartero, en el centro y flanqueado por la bancada progresist­a, en una sesión de 1854 y obra de E. L. Velázquez
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