La Razón (Madrid)

Renacido

- Cristina López Schlichtin­g

Siente dolor, una cuchillada honda en las manos y los dedos de los pies, pero también tanto miedo que apenas percibe la congelació­n. Hundido en la nieve hasta la cintura, es cuestión de tiempo que un dulce sopor lo incite a dejarse llevar hacia el sueño. Lo acicatea el recuerdo de los estremeced­ores quejidos de los árboles en la noche, como un barco desencuade­rnado por la tormenta, y el golpe seco de las ramas quebradas al caer sobre su tienda de campaña, su casa desde que naufragase en la vida. Las deportivas correosas resbalan en la pendiente haciendo penosa la travesía. Se lo advirtiero­n, que venía una tormenta de nombre Filomena, pero llevaba demasiadas a la espalda para asustarse. En la chabola tenía somier y mantas, una cocina de gas incluso, y la noche del viernes se hizo un caldo caliente y se acostó vestido. Nevaba y nevaba y los copos empezaron a colarse dentro. Cuando quiso dar aviso al 112, ya era imposible acceder al descampado, protección civil estaba desbordada. Con el sol en alto, cuando un

«Doscientos metros hasta el Opencor fueron una película de superviven­cia»

tocón chocó contra la tela superior, con todas las pertenenci­as sepultadas, desde la olla exprés a la pala, se arrastró a gatas fuera del chiringuit­o, dispuesto a salvarse. Estaba solo, a la intemperie helada, sin gorro ni guantes, apenas la cazadora y las zapatillas de deporte, con el silencio atronando en los oídos y la ciudad muerta. Doscientos metros hasta el Opencor fueron una película de superviven­cia, sin batería ya, consciente de que una pierna rota era el final. Julián Pinto recordó las nevadas de su Cuenca infantil y quiso aferrarse a la idea de su físico potente, curtido en veranos tórridos e inviernos de lluvia, pero son ya 67 años con diabetes y tensión alta. Si al menos se hubiese guarecido bajo el puente, donde oculta un colchón como plan B… Cuando alcanzó el supermerca­do, empapado y aterido, los ojos verdes inyectados en sangre, las manos y los labios azules, la cara congestion­ada, alguien le ofreció un secador y un café que le hicieron saber que había renacido junto a la M 30 de Madrid.

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