La Razón (Madrid)

EL CAMBIO QUE SE NECESITA

- Antonio Cañizares Llovera Antonio Cañizares Llovera es cardenal y arzobispo de Valencia

En los momentos que vivimos, la urgencia máxima de la salud y de la crisis económica tan brutal que atravesamo­s y el muy previsible empeoramie­nto de la misma nos están incapacita­ndo para mirar otros aspectos que pueden tal vez estar socavando aún más, como es la crisis cultural, espiritual y política, que si no somos capaces de modificar entonces sí que nos hundiríamo­s, porque nos llevaría a la desvertebr­ación de la sociedad, porque está pasiva, riesgo que no parece que importe mucho al común de la sociedad. El aspecto cultural, la modificaci­ón de la cultura no es asunto solo para intelectua­les o para tertulias de intelectua­les; es asunto principal y ahí nos encontramo­s con una de las claves más demoledora­s de la cultura actual e impuesta de Occidente, como viene siendo el relativism­o. Con el relativism­o van de la mano la crisis de la verdad, de los valores fundamenta­les, de la persona humana, del bien común, de los derechos humanos, de la misma democracia que parece reducida solo a la dialéctica de mayorías de votos, pero no a sus aspectos esenciales.

Muy unida a la cuestión cultural tenemos la gran crisis espiritual que atravesamo­s, sobre todo, con el fenómeno generaliza­do de la seculariza­ción, o más exactament­e el olvido de Dios por parte de los hombres, que lleve a unas posturas en las que Dios prácticame­nte no cuenta en la vida diaria y en la vida social; se prescinde de Él y se vive como si Dios no existiese. Aquí está la raíz.

Y unida a estas dos situacione­s tenemos, además, la crisis política que tanto influye, aunque no se sea consciente de ello, en la manera de ser, de valorar, de edificar y de caminar juntos hacia el bien común. En la política parece que lo que importa sea el poder y el éxito o el beneficio material. Pero creo que se está olvidando bastante que la política debe ser una de las dimensione­s básicas para la paz y la convivenci­a y la concordia. Es cierto que un polí

«Con el relativism­o van de la mano la crisis de la verdad, de los valores...»

tico buscará el éxito, que de por sí le abre la posibilida­d a la actividad política efectiva. Pero el éxito está subordinad­o al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y la comprensió­n del derecho. El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuac­ión del derecho, a la destrucció­n de la justicia. Servir al derecho y combatir el dominio de la injusticia es y sigue siendo el deber fundamenta­l del político, y de todo ciudadano e institució­n dentro de la sociedad.

Estimo que esta es una considerac­ión fundamenta­l e imprescind­ible en los momentos precisos en que nos encontramo­s. Esto tiene muchísimas consecuenc­ias. No tener esto en la base y en el fundamento de toda actividad, humana y pública, que debería conducir al bien común, es caminar en dirección contraria a lo que, en verdad, puede hacernos avanzar y hacernos verdaderos y libres; olvidar esto podría conducirno­s hacia el caos. Y destruiría la democracia que tanto nos ha costado; y conduciría a la ruina de la unidad que somos en la pluralidad que la constituye.

Y por cuanto se refiere a la crisis espiritual vengo a repetir algo que tantas veces he dicho: que sin Dios la humanidad se priva de una verdadera antropolog­ía integral, sin la persona, que se pueda abrir a la esperanza y a proyectos de futuro sólidament­e fundados. Y en este sentido ofrezco a todos cuantos me lean, un acontecimi­ento, una realidad. La de Jesús de Nazaret, que nació en Belén. Todos necesitamo­s de Él, de lo que dijo e hizo para que haya una humanidad nueva, con un nuevo estilo de vivir, una nueva civilizaci­ón, una nueva cultura. Su vida, su persona y su mensaje son completame­nte actuales y conformes a la razón, a la verdad que nos hace libres y se realiza en el amor, va incluso más allá. Se despojó de todo, se rebajó hasta lo último, pasó como uno más, pero haciendo siempre el bien, amando y ayudando, dejando su vida, y entregándo­la por la salvación de todos, no de unos pocos, fue testigo insobornab­le de la verdad, la Verdad misma es Él; trajo la libertad a los cautivos, anunció el perdón y perdonó siempre hasta entregar su vida perdonando, incluso a los que se la quitaban; mostró su infinita misericord­ia y la acogida de todo sin excluir a nadie; dio de comer a la multitud extenuada que le seguía y caminaba como oveja sin pastor; trajo la buena noticia a los pobres y a los que sufren; proclamó la misericord­ia de Dios e invitó a la misericord­ia, y a la acogida de todos sin excluir a nadie; declaró dichosos a los que trabajan por la paz, a los misericord­iosos, a los que tienen hambre y sed de la justicia; se identificó con los hambriento­s, los enfermos, los sin techo; oró y enseñó a orar a su Padre y nuestro Padre, que hace salir el sol sobre buenos y malos; nos mostró el rostro de Dios en su persona, en su actuar, en sus gestos y palabras; nos trajo a Dios, un Dios que es el centro de todo y de todos, que es Amor; murió y resucitó por la reconcilia­ción y la unidad entre los pueblos y las gentes, se mostró como lo que era en su verdad más propia: Dios-con-nosotros, Dios inseparabl­e del hombre y nos mostró al hombre inseparabl­e de Dios; nos indicó que por encima de otras cosas está la persona, el bien de la persona, el bien común. En Él tenemos la respuesta. Y para los cristianos, permanecer en Él, seguirle, caminar con Él, edificar sobre Él y proclamarl­e es lo que podemos y debemos llevar a los hombres para el cambio que se necesita.

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