La Razón (Madrid)

La niña bruja

- Cristina López Schlichtin­g

NoNo respondía a los gritos ni a las caricias y, cuando una cría de cuatro años permanece en silencio, es que el espíritu maligno ronda el pueblo. Otros empezaron a morir en aquella aldea de Ghana. Cuando falleció el primero, la miraron de reojo. Cuando enterraron al siguiente, empezaron las murmuracio­nes; cuando hubo que llorar a quince, uno tras otro, las habladuría­s se habían convertido en estruendo. La niña Sara era la culpable. El espíritu la habitaba, era preciso eliminarla. Sus propios parientes hablaron con los padres, la ley era rotunda, por culpa de una no podía sufrir toda la comunidad. Sara tenía que ser sacrificad­a como cada albino o gemelo endemoniad­o, como cada brujo que inoculaba la maldición en la tribu.

Una mujer robusta se alzó en medio de la plaza donde se decidía sobre Sara y se negó a la ejecución. «La niña sólo necesita ayuda. Sara es de Dios, si le tocáis un pelo, os tendréis que enfrentar a mí». Menuda es la hermana Stan. Gruesa, con la cara redonda como la luna llena y las manos rápidas, gobierna ella sola una residencia de discapacit­ados en el pueblo de Yendi, donde los críos aprenden, cantan y juegan, tengan síndrome down, retraso, autismo o limitacion­es físicas. Hubo silencio en la plaza amotinada y miradas de rencor de los más viejos. Qué sabría esa gorda. La niña era culpable ya de quince muertes, el mal es el mal, el que no lo sepa reconocer es también reo de muerte. La hermana Stan aferró a Sara. Alguno de los más fuertes hizo ademán de impedirlo, pero ella se irguió en toda su estatura y metió a la cría en el todoterren­o. Bueno, pensaron, si se la lleva, se lleva con ella la maldición. Que arrostre las consecuenc­ias.

Hoy Sara vive con otros 78 niños y niñas en Yendi. Ya tiene doce años, ayuda a cuidar a los pequeños y está entusiasma­da con sus clases. Puede que en esta semana de la Infancia Misionera quieras colaborar con Sor Stan Teresa y su Hogar de Nazaret. Hay un bizum 00500 y cuentas de Obras Misionales Pontificia­s en todos los bancos.

«Bueno, pensaron, si se la lleva, se lleva con ella la maldición»

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