El furor sexual de la mujer que enloqueció a Colón
Marta Robles publica «Pasiones carnales» (Espasa), un recorrido por los amores reales de la Historia de España. Reproducimos un fragmento del capítulo dedicado a Beatriz de Bobadilla, conocida como «la sangrienta dama cazadora»
Tanta prisa tenía la reina en alejar a Beatriz de Bobadilla de la corte y de su marido, que aun siendo de una tacañería indiscutible, la dotó para el enlace con medio millón de maravedís y la heredad de Mairenilla. Eso sí, tenían que marcharse a toda prisa a la Gomera, que por el traspaso que la madre del futuro marido de Beatriz de Bobadilla había hecho años atrás, en 1478, del señorío de esta isla, convertía al hijo en su señor. Así se hizo. La pareja contrajo matrimonio y partió de inmediato, tal y como quería la reina Isabel, a la Gomera, donde muy poco después nació su primer hijo, Guillén (a saber si sería del marido o del rey, aunque Beatriz tuviera la virtud de saber controlar hasta su concepciones, que no se produjeron en ninguna de sus aventuras amorosas previas al matrimonio), y después su hija Inés. Todo podía parecer más o menos tranquilo o, al menos, en orden, pero no. A punto estaba de producirse el pleito de los gomeros, de donde la Cazadora (el apodo le venía no de lo que pudieran señalar las apariencias, sino de que su padre había sido cazador mayor de Enrique IV y del propio Fernando el Católico) recibiría un sobrenombre más: el de sangrienta.
Su esposo, que tampoco era un hombre precisamente compasivo, sino más bien un tirano inclemente, fue sorprendido en la cama con su amante, la bella indígena Yballa, por el tutor de la joven. El episodio le costó la muerte a manos de los guanches gomeros. Muerto el señor, la rebelión resultó inevitable, como también la huida de Beatriz a la Torre del Conde de San Sebastián. Refugiada allí, reclamó la ayuda de Pedro de Vera, el gobernador de Gran Canaria, quien se la prestó y de qué modo. Su contribución a la causa fue el completo aplastamiento de la rebelión sin compasión ni prisioneros. Los indígenas fueron masacrados o vendidos como esclavos. Y todo, con el beneplácito de Beatriz, que no solo impulsó las prácticas más crueles y animó a que se aniquilara primero a los hombres mayores de quince años y después se vendiera a las mujeres y a los niños, sino que se repartió con Vera los beneficios de tal transacción.
El asunto tuvo tanta repercusión que la propia reina conminó a Pedro de Vera y a la propia Beatriz Beatriz a la corte para que afrontaran sus acusaciones. La multa de medio millón de maravedíes para cada uno no sería la peor sanción que tendría que afrontar Beatriz, a quien los pleitos la rodearon durante toda su vida. Por tales litigios se vio obligada a ir a la corte en numerosas ocasiones a responder de sus desmanes y en una de ellas, cuando corría el segundo semestre de 1491, se cruzó, casualmente, con Cristóbal Colón. Lo que pasó entre ellos se desconoce, pero resulta incuestionable el impacto que la belleza de Beatriz de Bobadilla causó en el navegante. Fue una impresión de tal magnitud como para que, menos de dos años después, en 1493, Colón, sin causa real, decidiera que la Pinta, su carabela, averiada en las Canarias, pusiera rumbo al puerto de Santa María, en la Gomera, y recalase en tal isla. Si durante ese tiempo mantuvieron correspondencia amorosa o no es una incógnita, pero que su encuentro debió de ser algo más que extraordinario no parece refutable. Como tampoco que su reencuentro los mantuviera a ambos expectantes. El almirante visibilizó su entusiasmo realizando tiros de bombarda y fuegos artificiales al entrar en el puerto. Quería celebrar a esa mujer que le mantenía encendidos los cinco sentidos.
–Habéis tardado en venir más de lo soportable –dijo Beatriz a Colón a modo de recibimiento. Y añadió–: ¿Pensasteis alguna vez en mí en todo este tiempo?
–De día y de noche, mi señora. Si no había estrellas, porque la noche era oscura y os echaba en falta. Si las había, porque la luz de cada una de ellas me parecía la de vuestros ojos.
Beatriz sonrió complacida y sus dientes resplandecieron en su pequeña y carnosa boca teñida de un intenso bermellón. Utilizaba uno de esos labiales que vendían los islámicos, que había comprado cuando vivía en la corte. No estaban muy bien vistos por la Iglesia, pero, ¿qué más le daba eso a una mujer transgresora de todas las normas? Su cabello castaño con un ligero toque rojizo contrastaba con su piel blanquísima pese al sol de la Gomera. Lo llevaba con raya en medio y recogido en una trenza larguísima que descansaba sobre su pecho izquierdo. Hacía tanto calor que se había mandado confeccionar unas túnicas de seda que se le pegaban al cuerpo de manera indecorosa y que adornaba con cintas de oro, y con un sinfín de abalorios repartidos entre sus muñecas, su cuello y sus dedos. Las cejas perfectamente dibujadas sobre sus grandes ojos de profunda oscuridad completaban el espectáculo de una mujer tan seductora como para enloquecer a cualquier hombre. Más aún a Cristóbal Colón, prendado de sus encantos desde la primera vez que la viera. No sabía el navegante lo que le esperaba en ese lecho que, al poco, Beatriz de Bobadilla le invitó a compartir.
Al cerrarse la puerta de la estancia, la mujer se acercó al hombre. Pegó su pecho palpitante contra el de él que notó sus formas cual si fueran brasas ardiendo. Colón bajó apenas la cabeza y rozó con sus labios los de Beatriz, entonces ella los abrió reclamando la lengua del marinero, apresándosela en su boca, incitándole a un juego previo de saliva que iba aumentando el ritmo de su placer. Entre gemidos intermitentes Beatriz se liberó de su túnica, que él ya había apartado y, desnuda, se tumbó sobre la magnífica cama vestida de resbaladiza seda.
–Venid aquí–ordenó al navegante con las piernas entreabiertas y el rostro arrebolado por la pasión.
Colón se deshizo de su ropa y se lanzó sobre la dama, para en