La Razón (Madrid)

Fernando Álvarez de Toledo, el duque de hierro

La figura de este personaje, III duque de Alba, permanece inextricab­lemente ligada a la Guerra de Flandes

- POR ÀLEX CLARAMUNT SOTO DESPERTA FERRO EDICIONES

Designado en 1566 por Felipe II para sofocar la revuelta flamenca e implantar en los Países Bajos la Contrarref­orma tridentina, era el mejor activo del que disponía en aquel momento la monarquía: hombre franco, dinámico a pesar de su edad avanzada y versado en el arte de la guerra en campañas que lo habían llevado de Berbería al Elba, pasando por el Lacio, el Rosellón y las fronteras orientales de Francia. «Es su centro la guerra, y vive en ella, salamandra de fuego tan honroso», escribió Lope de Vega sobre él en «El Aldegüela». Alba, en efecto, aunaba cualidades que hicieron de él el primer general de su época: un estudio meticuloso del arte de la guerra, teórico y práctico, una férrea disciplina que impuso con severidad y un buen conocimien­to del enemigo y del terreno donde operaban sus tropas, para lo que no dudó en encargar obras de carácter cartográfi­co a destacados cosmógrafo­s como Christian Sgrooten. Bajo sus órdenes se formaron los principale­s militares de la Monarquía en el Ejército de Flandes, que devino con rapidez en la mejor escuela de guerra de Europa.

Enjuto y de elevada estatura

Quizá el duque no fuese alguien que gozó de la estima de sus contemporá­neos, y así lo caracteriz­ó el comerciant­e y cronista flamenco Emanuel van Meteren (15351612) en su «Historien der Nederlande­n» (1612): «Era el duque de Alba de elevada estatura, enjuto, bien plantado, de rostro largo. Gran corazón, altivo, muy ducho en el disimulo de la corte. La naturaleza le había dotado de buen entendimie­nto y de gran experienci­a. Ni avaro ni liberal, mostrábase en su casa magnífico y suntuoso. Era generalmen­te y a la par aborrecido y envidiado por su extremado rigor y dureza. Orgulloso con sus iguales e inferiores, tenía en mucho su propia persona. Ni el emperador ni el rey, su hijo, le profesaban gran afecto, a pesar de sus sesenta años de buenos servicios».

La impopulari­dad de Alba entre la población de los Países Bajos se desencaden­ó sobre todo a partir de 1571, cuando entraron en vigor impuestos que generaron un gran descontent­o. En señal de protesta, muchos mercaderes de Amberes y Bruselas cerraron sus negocios durante semanas. El 5 de enero de 1572, tras un invierno glacial, Francés de Álava, embajador de Felipe II en París, informaba al rey sobre el enfado de la población contra el duque: «Todo el pueblo está en ¡vaya, vaya, vaya!».

Muy distinta considerac­ión mereció Alba por su faceta como general, pues incluso afectos a

Guillermo de Orange como Meteren lo juzgaron como el mejor de su tiempo: «En hechos de guerra, no solo superaba a los españoles, sino que ningún capitán de su época podía comparárse­le. En las ocasiones observaba la más estrecha disciplina militar. Sabía mandar admirablem­ente un ejército, por haber siempre empleado la guerra defensiva, y aunque bastante arrojado para aventurar su persona, no gustaba de presentar batalla sino cuando se veía superior». Alba fue siempre un general cauto, consciente de la valía de sus hombres y poco proclive a arriesgarl­os en una situación desventajo­sa. Frente a un enemigo al que había consumido con su incesante acoso y con escaramuza­s constantes, sin embargo, se mostró siempre implacable.

La ardua administra­ción de unos Estados díscolos y la dureza de las campañas en un país frío y agreste se cobraron un precio en la salud del duque (15071582). «Yo quedo con tan poca salud y tan desconfiad­o de tenerla en estos Estados por la contraried­ad grande de la tierra, que estoy con harta pena de pensar si he de poder acabar de servir a Su M.d en este negocio como yo querría», comunicó a Felipe II al término de la agotadora campaña de 1568. Más tajante se mostró Juan de Albornoz, su secretario, en una carta al secretario real Gabriel de Zayas: «No me queda en este mundo que decir sino pedir a V. M. por amor de Dios que nos eche de aquí; que cierto si yo no veo nueva del sucesor por todo mayo, aquí nos moriremos [...], que pierde mucho Su M.d en perder el mejor hombre que jamás tuvo príncipe». Felipe II, sin embargo, no relevó al duque de su cargo. Tras la conclusión del asedio de Mons, en septiembre de 1572, Alba, aquejado de gota, delegó las operacione­s militares en su hijo y sucesor, don Fadrique, y atendió desde la retaguardi­a las acciones gubernamen­tales. El deseado relevo se produciría en otoño de 1573 con la llegada a Flandes de Luis de Requesens.

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FUNDACIÓN CASA DE ALBA, PALACIO DE LIRIA «Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba (1568)», óleo de William Key
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«EL DUQUE DE ALBA EN FLANDES» Desperta Ferro Historia Moderna n.º 50 68 páginas, 7 euros

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