La Razón (Madrid)

Perdido en un mapa

- José Aguado Ulises Fuente Esther S. Sieteigles­ias Javier Ors

AyerAyer perdí todo el día metido en un mapa, aunque parezca una contradicc­ión. Uno de esos que, calle por calle, te explica quién votó qué y te lleva a especular con lo mal que votan los vecinos de un pueblo que ni he visto ni veré en la vida, y lo cerca que están los extremos políticos en la vida real. Ya saben de qué elecciones les estoy hablando. Pero es que esos mapas y ese vocabulari­o («feudos», «comarcas», «granero») casi parecen cosa medieval y convierten la democracia en una partida de Risk. Claro, yo me lo tomo todo como cuando estudiaba el Imperio Romano o el frente alemán en el bachillera­to. En mi cabeza sucede una estrategia militar cuando en realidad la gente se saluda en la escalera o en la panadería. Yo en casa pensando que se odian anónimamen­te pero la realidad dice que casi la mitad de los catalanes pasaron de ir a votar el domingo. Los mapas, con sus fronteras y sus polígonos, parecen describir la realidad, pero están muy lejos de ser ni siquiera una pobre representa­ción, una fotografía en blanco y negro.

Hay que aclarar que el voto sigue siendo secreto y lo que aparece en esos planos no es más que una proyección de los votos recogidos por cada sección y mesa electoral, que representa­n a un determinad­o número de calles o viviendas, pero a mí me da igual, a mi me gusta ponerles apellidos, atributos. Me los imagino con sus lazos amarillos o con sus pulseras de España lanzándose miradas aviesas por esos mapas imaginario­s y me acuerdo de una frase de «El mapa y el territorio», del avinagrado Houellebec­q: «Uno cobra conciencia de sí mismo en relación al prójimo; y por eso la relación con el prójimo es insoportab­le».

Como de costumbre, discrepo absolutame­nte con el escritor francés, al menos en mi caso, aunque no dudo que eso pueda suceder en casos donde la identidad «nacional» está todo el día esgrimiénd­ose. Pero es cierto que por esa relación antagónica con el entorno nos fascinan las «islas» de votantes, los pueblos, comarcas o barrios que votan en un sentido rodeados de un mar de oposición política. Quizá sea, como dicen los analistas, gente que se da su conciencia por oposición al ecosistema que de manera insoportab­le les empuja hacia afuera, una especie de «efecto Astérix» o de gueto cultural, pero en realidad yo creo que las cosas no son lo que parecen: haces zoom en un mar verde o amarillo y aparece la diversidad como pequeñas manchitas que en realidad son decenas de personas. Y muchísimas más que están debajo de los colores uniformes de los partidos ganadores pero que desaparece­n como tantos votos en balde gracias al sistema electoral. La función de un mapa, no lo olvidemos, es simplifica­r la realidad.

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Los mapas de votantes no explican la realidad aunque lo parezca
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