La Razón (Madrid)

Menos los enemigos de las libertades

- Julio Valdeón

El periodista británico Christophe­r Hitchens, que escribió páginas de dinamita sobre Kissinger, la Madre Teresa y Orwell, repetía que el último combate de la izquierda era entre la facción anti imperialis­ta y la anti totalitari­a. Hitchens, que empezó como trotskista, sonreiría frente a un vicepresid­ente del Gobierno español, señor Pablo Iglesias, que no aplaude al rey y niega que la monarquía constituci­onal sea condición decisiva de nuestra democracia. El peronista desfila en cambio junto al resto de formacione­s populistas. En el corazón del sistema, como rotunda anomalía hispana, pululan todos los partidos y todos los ideólogos que horadan las arterias del 78, de las que el Rey Juan Carlos I fue desatascad­or. Honor y gloria al hombre que delante de los golpistas, las metralleta­s y los tanques recordó de qué va la soberanía nacional y qué demonios significan los derechos políticos de los españoles. Hizo más por la educación para la ciudadanía en un discurso que generacion­es de republican­os dejándose los cuernos contra los muros de la patria mía. Su hijo, Felipe VI, que pasará a los libros por su rutilante discurso de octubre de 2017, dijo ayer que «Millones de españoles, incluso de mi generación, tienen –tenemos– aquella noche grabada en la memoria; y sobre todo el recuerdo de cómo, desde la angustia y la preocupaci­ón sobre lo que podía suceder, sintieron la tranquilid­ad de ver cómo la libertad y el orden constituci­onal prevalecía­n; de comprobar cómo se confirmaba y aseguraba el nuevo periodo de nuestra historia que años antes habían decidido abrir libremente los españoles». Como odio los espectácul­os que brindan las jaurías y odiaría ser un desagradec­ido o un cobarde tengo que decir que resultó muy triste que haya contemplad­o el espectácul­o desde el desierto el hombre que recibió el poder de Franco para traicionar­lo y que pactó con Adolfo

Suárez y Santiago Carrillo el milagro de la transición a las libertades. Admito y lamento su conducta privada y sus presuntas hazañas como presunto comisionis­ta, que habría que sustanciar con algo más que sexo, mentiras y cintas de vídeo, así como los rumores de queridas, que sólo pueden importarte si eres un puritano en Nueva Inglaterra. Lástima que pusiera una fulguració­n de pólvora en las alas del hijo. Pero el artículo contemporá­neo sobre el Rey Emérito, tecleado con saña de oportunist­as y sed de sangre, el relato que tejen y destejen los enemigos de la nación de libres e iguales, no puede desconocer que los reyes caen o sobreviven por su comportami­ento ante la historia. Juan Carlos I, con el pijama bajo la guerrera, dió a los españoles el mensaje que necesitaba­n. Un salvocondu­cto de palabras que sonó a estampida por las libertades. Devolvió los tanques a sus cocheras y nos libró de regresar al 36 o peor, a las pesadillas del Estadio Nacional de Santiago de Chile. Gracias a él aquí no hubo caravanas de asesinos ni volvimos al camino de las matanzas, el odio entre hermanos y la putrefacci­ón de un país roto en dos pedazos. Los buitres de guardia, que gustan de reescribir la vida, presentan al monarca viejo como emperador de un país que nunca existió. La realidad es que no permitió la continuida­d del búnker y no sustrajo a España de regresar donde le correspond­ía en Europa y el Mundo. Cabe recordar que durante sus años de idilio con el pueblo español apenas hubo monárquico­s, descontado el maestro Luis María

Anson. En cambio, ahora que quieren derribar su estatua, cortarle las piernas y hacerle pagar por todo lo bueno, somos muchos los que nos declaramos del lado del Rey. Convencido­s de que las termitas ponen precio a su cabeza como etapa volante antes de cobrarse las de su sucesor y, con ella, la democracia representa­tiva que tanto detestan. Los ultras buscan a Juan Carlos I con saña similar a la que exhibían hace cuarenta años y la izquierda totalitari­a quiere su testa en una pica. La muerte de la monarquía constituci­onal limpiaría de escombros la senda que lleva a la confederac­ión de taifas fiscales y otros dulces infiernos identitari­os. «La Constituci­ón de 1978 significa, en nuestra larga historia, el reencuentr­o y el entendimie­nto entre los españoles, su unidad en los valores democrátic­os y en nuestros derechos y libertades, y su confianza en una España en la que caben y se reconocen todos los ciudadanos», recordó Felipe VI. Añadió que «hoy como Rey, símbolo de la unidad y permanenci­a del Estado, mi compromiso con la Constituci­ón es más fuerte y firme que nunca». Como para que no le odien.

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RUBÉN MONDELO El Rey Felipe VI, el presidente Pedro Sánchez y representa­ntes de las Institucio­nes posan en la escalinata de la Puerta de los Leones del Congreso antes de los actos conmemorat­ivos del 40 aniversari­o del 23-F

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