La Razón (Madrid)

Raíces de violencia

- Mikel Buesa

AraízAraíz de los violentos incidentes que se han desencaden­ado tras el encarcelam­iento de Pablo Hasel ha habido pronunciam­ientos justificat­ivos de ese vandalismo. El más sorprenden­te ha sido el del arzobispo José Omella, presidente de la Conferenci­a Episcopal Española. Sus palabras han dado por sentado que «la injusticia social provoca violencia», aunque también ha añadido que «en una sociedad democrátic­a las ideas se defienden con palabras, nunca con violencia». Se trata de una declaració­n ambigua que justifica y desacredit­a simultánea­mente tales acontecimi­entos. Pero, tratándose de un prelado de la Iglesia, también hay que señalar que estamos ante un enunciado sorprenden­te. Ello porque, en efecto, la Iglesia cuenta con una larga tradición doctrinal en la que la rebelión contra el poder establecid­o, incluso de manera violenta, resulta justificad­a. Recordemos, entre otros precedente­s, la afirmación de Santo Tomás de Aquino en la Summa Teológica según la cual «el hombre debe obedecer al poder secular» –una sentencia ésta que recordó el Concilio Vaticano II–, aunque conserva el derecho a desobedece­r y alzarse «cuando el poder es ilegítimo o manda cosas injustas». Los papas León XIII y Pío XI ratificaro­n esta doctrina. Al Syllabus de este último correspond­e esta aseveració­n: «Es lícito negar la obediencia a los gobernante­s ilegítimos e incluso rebelarse contra ellos». Pero no puede olvidarse que Juan XXIII y Pablo VI atenuaron tal doctrina, principalm­ente para desacredit­ar el derecho a la revolución y circunscri­bir la resistenci­a a la opresión al terreno no violento.

Por tanto, no parece muy católico referirse a las raíces de la violencia con los términos que ha utilizado el arzobispo Omella. Ha hablado de la «injusticia social», de la necesidad de asegurar el «bien común de todos los ciudadanos» y de una «desigualda­d social que avanza con fuerza», pero no ha hecho alusión a las verdaderas causas de estos problemas ni a su alcance real ni los ha atribuido al ejercicio del poder político. En consecuenc­ia, aquí no cabe apelar al derecho a la resistenci­a ni tampoco deslizar una equívoca comprensió­n a la violencia que se ha instalado en las protestas de los antisistem­a.

«Aquí no cabe apelar al derecho a la resistenci­a»

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