Bin Salman ordenó el asesinato de Khashoggi
EE UU desclasifica un informe sobre la desaparición del periodista saudí el mismo día que Biden ordena su primer ataque a las milicias pro iraníes en Siria
El Gobierno de Estados Unidos ha entregado finalmente al Congreso el informe de la inteligencia estadounidense sobre el asesinato de Jamal Khashoggi. No puede ser más contundente: «Consideramos que el príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohamed Bin Salman, aprobó una operación en Estambul (Turquía) para capturar o matar al periodista saudí Jamal Khashoggi».
Para llegar a esta conclusión los servicios secretos afirman que habrían evaluado materiales que continúan clasificados, como las siempre rumoreadas cintas con la grabación del crimen. También ha tenido en cuenta el poder casi omnímodo del príncipe heredero en la toma de decisiones y la participación «directa» de un asesor «clave» y de miembros del equipo de seguridad personal.
También han considerado el apoyo que presta Bin Salman al «uso de medidas violentas para silenciar a los disidentes en el extranjero». El informe está fechado el 11 de febrero y fue desclasificado ayer. No hay dudas, entienden. El príncipe dio la orden. Suya es la responsabilidad.
Antes de hacer público el documento, documento, el propio Joe Biden había hablado por teléfono con el rey Salman Bin Abdulazi. También departieron el secretario de Estado, Antony Blinken, y el ministro de Exteriores saudí, Faisal Bin Farhan Al Saud. Según explicó el portavoz, Ned Price, discutieron sobre derechos humanos y sobre las reformas legales y judiciales necesarias para garantizarlos. También hablaron sobre los «esfuerzos conjuntos para reforzar las defensas saudíes» y sobre el compromiso para «poner fin a la guerra en Yemen, la coordinación de la seguridad regional, la lucha contra el terrorismo y el desarrollo económico».
En realidad, hace años que los servicios secretos estadounidenses consideran probado que el príncipe heredero jugó un papel crucial en el asesinato en 2018 del periodista saudí. Entienden que Bin Salman tuvo forzosamente que autorizar la muerte del periodista del «Washington Post». Khashoggi, exiliado político del régimen saudí y enemigo público del régimen, desapareció sin dejar rastro cuando acudió al consulado de su país para solicitar unos documentos. Un año más tarde, en marzo de 2019, el Departamento de Estado, en su informe anual sobre la situación de los derechos humanos en el mundo, acusó al Gobierno de Arabia Saudí de no haber ofrecido una «explicación detallada respecto al progreso de la investigación».
El que fuera secretario del Tesoro, Steve Mnuchin, exigió el fin de los «ataques contra disidentes políticos o periodistas». Cuando quedó claro que el Gobierno no pensaba exigir mayores explicaciones, Trump emitió un comunicado donde asumió que hubiera «miembros del Congreso a quienes, por razones políticas o de otro tipo, les gustaría ir en una dirección diferente, y tienen la libertad de hacerlo».
Al mismo tiempo, recordó que «Arabia Saudí es el productor de petróleo más grande del mundo. Han trabajado estrechamente con nosotros y han sido muy receptivos a mis solicitudes para mantener los precios del petróleo en niveles razonables».
Todo esto ocurrió horas después de que Estados Unidos lanzase durante la tarde del jueves un ataque contra unas instalaciones usadas por milicias chiíes en la frontera entre Siria e Irak, cerca de la localidad siria de Abu Kamal. Varias organizaciones de derechos humanos hablan de 17 muertos. Biden ordenó su primer bombardeo como represalia por el ataque con cohetes contra una base estadounidense en la ciudad iraquí de Erbil. John Kirby, portavoz del Pentágono, explicó que «los ataques destruyeron múltiples instalaciones ubicadas en un punto de control fronterizo utilizado por varios grupos militantes respaldados por Irán, incluidos Kata’ib Hezbollah y Kata’ib Sayyid al Shuhada».
Hizbulá sostiene que su presencia en la frontera resulta capital para evitar la vuelta del Estado Islámico. Washington, por contra, consideran que el grupo terrorista aspira a continuar ejerciendo su influencia en la región. Irak no sería más que otro campo de juego para el desarrollo de una estrategia con ramificaciones que van de Gaza a Siria, de Bagdad a Yemen.
Con su ataque, la Casa Blanca subraya que no aceptará las acciones matoniles de las milicias pro iraníes. No admitirá nuevas agresiones contra sus bases o su personal desplegado en la zona. No cederá en su pretensión de mantener su presencia en Irak. El país árabe dista de ser la pieza protagónica que fue hace una década, pero EE UU, que con Biden ha renovado su apuesta por la política internacional y por mantener la influencia de su país en el mundo, tampoco quiere abandonar a un Gobierno y una región donde un posible vacío de poder resultaría demasiado tentador para sus enemigos. Como le explicaron a Trump republicanos tan señalados como Lindsey Graham y Mitch McConnell, una retirada completa de Irak podría multiplicar las vulnerabilidades estadounidenses.
El Gobierno Biden tampoco desea rebajar la tensión con la idea de que Teherán acuda a la mesa de negociaciones. Por mucho que esté en juego resucitar de alguna forma el acuerdo nuclear de 2015. Según dijo Kirby, «la operación envía un mensaje inequívoco: el presidente Biden actuará para proteger al personal de la coalición estadounidense».
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