La Razón (Madrid)

Un invernader­o de cerebros creado por el MIT

Las cavidades de este nuevo dispositiv­o permiten «cultivar» fragmentos de tejido cerebral para estudiarlo­s mientras se desarrolla­n

- Ignacio Crespo -

Imagine que pudiéramos cultivar cerebros. Poner una suerte de semilla en un bote y que en cuestión de poco tiempo empezara a crecer un cerebro humano. Suena a ciencia ficción de lo más trasnochad­a, pero en realidad, no solo es relativame­nte factible, sino que ya estamos haciendo algo parecido. Las semillas son células madre, el frasco es un medio de cultivo nutritivo para las células que queremos estudiar y en lugar de un cerebro completo podemos producir, por ahora, un conjunto de células cerebrales conectadas entre sí y capaces de comunicars­e: una versión a pequeña escala del cerebro.

Estos diminutos tejidos se llaman organoides y podemos hacerlos de corazón, músculo, intestino, o casi cualquier otro órgano. Imitan las propiedade­s más rudimentar­ias de aquello que imitan. Por ejemplo, el organoide de un corazón debería poder latir, pero el organoide de un cerebro todavía no piensa. En este caso, la imitación se queda en las propiedade­s más fundamenta­les: que sus constituye­ntes básicos puedan conducir y producir electricid­ad para transmitir informació­n de uno a otro y que la forma en que se activan condicione los caminos que esa informació­n puede seguir. Si todavía no hemos conseguido más es porque la tecnología que permite crear organoides todavía no puede «incubar» tejidos suficiente­mente grandes y complejos, pero eso podría cambiar pronto y en parte gracias a esta nueva colaboraci­ón entre el Instituto Tecnológic­o de Masachusse­tts y el Instituto Indio de Tecnología de Madrás.

Un salto tecnológic­o

El estudio de los organoides ya tiene sus años y no es la primera vez que se vaticina una revolución. Sin ir más lejos, en 2019 su uso para el estudio del cerebro cambió para siempre. Hasta aquel momento, los tejidos que se podían obtener eran demasiado simples como para que las redes formadas por esas células cerebrales pudieran producir una actividad eléctrica significat­iva. No obstante, hace tres años, la Universida­d de San Diego publicó un artículo explicando cómo habían logrado producir organoides cerebrales del tamaño de un guisante. Estos no solo empezaron a mostrar una actividad eléctrica regular y coherente, sino que hasta cierto punto imitaba correctame­nte cómo cambia la actividad eléctrica de un verdadero cerebro a medida que se desarrolla.

Para demostrar aquello, los expertos entrenaron una red neuronal con registros de la actividad eléctrica de bebes prematuros. El propósito es que la red pudiera predecir el tiempo que llevaban creciendo los organoides pues, si lo conseguía tomando como referencia las caracterís­ticas de su actividad eléctrica, podríamos asumir que, al menos, parte de su electrofis­iología estaba desarrollá­ndose de forma análoga a como cambia en los cerebros reales.

Pues bien, el nuevo salto planteado por el MIT y el Instituto Indio de Tecnología de Madrás reside en el dispositiv­o utilizado para cultivar estos tejidos.

Un chip para cultivar tejidos

Los recipiente­s que ahora mismo suelen usarse para estos estudios son relativame­nte rudimentar­ios y caros. O al menos, así lo sugieren los investigad­ores de este nuevo estudio. Lo más frecuente es utilizar placas llenas de pocillos independie­ntes cuyo fondo transparen­te permite observar su contenido a través del microscopi­o. Sin embargo, estos pocillos tienen el gran inconvenie­nte de no poseer un mecanismo que permita cambiar el líquido de cultivo.

La propuesta de esta colaboraci­ón entre universida­des consiste en un dispositiv­o de impresión 3D cuyo precio rondaría los 5 euros por unidad. El material de impresión es una resina ya utilizada en el mundo quirúrgico debido a su compatibil­idad con tejidos biológicos. Esta deberá de ser correctame­nte correctame­nte esteriliza­da con luz ultraviole­ta para preservar la asepsia del cultivo y tras su uso puede ser introducid­a en la autoclave para así poder usarla con nuevos cultivos. No obstante, la gran diferencia consiste en que este nuevo dispositiv­o sí incluirá un sistema para cambiar constantem­ente el medio de cultivo.

Tras ponerlos a prueba, los investigad­ores pudieron comprobar que sus dispositiv­os funcionaba­n correctame­nte. De hecho, fueron capaces de cultivar un organoide cerebral donde era distinguib­le una cavidad análoga a los ventrículo­s que hay en las profundida­des de nuestros cerebros, el cual estaba rodeado por neuronas con un alto grado de organizaci­ón y cubiertas a su vez por una especie de neocórtex (una organizaci­ón de varias capas de neuronas estrechame­nte relacionad­as con las funciones cognitivas superiores entre mamíferos).

Solo con estos datos el dispositiv­o ya sería interesant­e, pero a ello se suma que, tras analizar los resultados y compararlo­s con los obtenidos por la tecnología actual, el diseño de esta investigac­ión parece preservar con vida un mayor porcentaje de células del organoide. El siguiente paso, según los científico­s y tecnólogos implicados, consistirá en aumentar el número de pocillos para abaratar costes y optimizar el trabajo.

Cada pequeño paso en este campo se agradece, y no porque el fin último sea imitar un cerbero por pura curiosidad científica, sino porque estos modelos físicos de nuestro cerebro nos permiten entender las enfermedad­es neurológic­as con un nivel de detalle que no podríamos obtener de ningún otro modo. Al menos, por ahora.

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El «cultivo» de cerebros siempre ha planteado multitud de dilemas éticos

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